En Buenos Aires, la mayoría de las calles son paralelas y perpendiculares; las avenidas están separadas por cuatro o cinco cuadras; por lo general el sentido de circulación es único y está intercalado para que uno tenga la seguridad de que si no pudo doblar a la derecha en esta esquina lo podrá hacer en la siguiente. Pero hay puntos donde todo esto se pierde: Parque Chas, donde una calle puede cruzarse con sí misma; la diagonal que traza Estado Israel-Angel Gallardo-Gaona, la otra diagonal de Juan B Justo; las manzanas triangulares de Avenida San Martín o de Palermo Viejo; la curva imposible (casi recta) de San Pedrito-Nazca; las avenidas Garay o Chiclana que se diluyen a medida que se alejan de esa esquina, como si no supieran existir sin la otra.
Dicen que este desorden no siempre fue así pero que la ciudad, como todos nosotros, tiende al caos. Esos trazados que rompen el cuadriculado original son calles que surgieron solas, por voluntad de Buenos Aires. Cuando creemos que hay cada vez más gente y más autos, en realidad sucede que hay cada vez menos calles. Cuadras que desaparecen frente a nuestras narices sin que nos demos cuenta, personas que regresan de un día de trabajo pero que no reconocen la puerta de sus casas, el almacén de la vuelta que se convirtió en una inmobiliaria.
Una mañana que volvía de Palermo, después de esperarlo cuarenta minutos, me tomé el 160. Claro que me quedé dormido. Por suerte no tanto como para llegar a Claypole pero sí hasta Pompeya. Cuando bajé del colectivo me di cuenta de que todavía estaba borracho y de que ya no tenía plata así que empecé a caminar. Al ver que una calle se abría en diagonal como si trazara una línea recta hacia mi casa decidí seguir por ahí, hasta que se cortó en una plazoleta y tuve que doblar a la derecha. Doblé a la izquierda en la primera esquina y caminé despacio, todo mi esfuerzo concentrado en mantener un paso firme y los ojos abiertos. Llegué hasta una pared, como si hubiera alguna vía de tren que cruzara Pompeya. Di media vuelta para regresar a la esquina, pero ya no estaba la calle por la que había llegado; en su lugar, otra pared. Más allá había surgido un pasaje, tan angosto que todavía no llegaban los rayos de sol. Caminé por sus adoquines, las veredas eran apenas dos cordones elevados pegados a las casas. Pensé en la mujer que cada noche, para no esperar su llamado que nunca llegaba, me expulsaba de casa. Una sombra avanzaba junto con mis pasos. Me resultaba imposible no querer verla, mandarla a la mierda de una vez por todas. No quise mirar atrás pero sabía que la ciudad se cerraba a mi espalda. Alguna vez llamó para pedir perdón, perdón por sus desplantes. Ahora las paredes a mis lados comenzaban a arrimarse, ya ni siquiera permitían ese cordón flaco. ¿Quién quería sus disculpas? Sabía que ella no necesitaba mi perdón. Al frente, una avenida cargada de autos; la luz que llegaba adelgazaba a cada segundo. Quería verla, nada más. Pero ella no quería verme a mí. El hartazgo me durmió las piernas y por un segundo pensé en sentarme sobre aquellos adoquines hasta ver cómo la luz desaparecía del todo. Grité su nombre, grité como si lo vomitara, como si me despidiera, y corrí hacia la avenida. Las paredes cada vez más cerca me hacían correr de costado, los últimos pasos fueron apretados contra los ladrillos. Ya en la vereda de la avenida, miré atrás: una agencia de lotería había encerrado su nombre en aquel pasaje.
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