Tuesday, September 30, 2008
Thursday, September 18, 2008
Giro la cabeza para que no me vea. No me hizo falta más que un segundo para reconocerla; a pesar de los años no cambió nada. Busco en el espejo, detrás de la barra, entre las botellas y la veo sentarse a una mesa cerca de la ventana: Andrea sigue siendo hermosa. Un tipo la acompaña, tal vez ese Eduardo que nombró en la nota de la revista. Buscando al mozo, ella pasa su mirada sobre mí pero no me reconoce. Yo sí cambié.
Nos conocimos hace diez años en una zapatería. Era su primer trabajo, ella quería ser escritora. A los pocos días, empezamos a salir y aquel verano nos fuimos juntos de vacaciones. La pasé a buscar después del trabajo, nos tomamos un taxi a Retiro, sacamos dos boletos a Mendoza y subimos al micro. Hicimos el amor dos veces en los asientos libres de atrás. Cuando llegamos recién amanecía. Desayunamos medialunas en el bar de la estación. ¿Por qué Mendoza?, pregunté. ¿Cómo? Que por qué elegiste Mendoza. ¿Yo elegí? Creo que sí. Ah, no sabía. Igual, dijo, es un buen lugar como cualquier otro. Terminamos de desayunar, agarramos las mochilas y salimos a buscar donde quedarnos.
Pido un whisky sin hielo. Leí sus tres libros; el último, varias veces. Cuenta algunas cosas que vivimos juntos, aunque no me reconozco en el personaje. Más bien se parece a su viejo, o lo que cree que fue su viejo. Apenas lo conoció, él se fue cuando ella todavía era una nena. En la billetera siempre llevaba, seguro todavía la tiene, una de esas fotos de bordes redondeados y colores diluidos. No, no odio a mi viejo, sólo espero que sea feliz. Andrea se ríe, habla y gesticula. Al parecer no perdió la costumbre, cada vez que contaba algo, representaba la forma de los objetos como si los tuviera entre las manos. El mozo trae el whisky, tiene dos cubitos. Lo cagaría a trompadas pero no quiero llamar la atención.
Después de buscar toda la mañana, el almacenero que nos vendió los sánguches de jamón y queso dijo que él tenía un departamento para alquilar. Vayan a verlo si quieren. Era en una esquina de la misma manzana, primer piso por escalera, un solo ambiente, cocina y baño. Bajamos al almacén, pagamos por adelantado y volvimos al departamento. Aquella cuadra y media era casi lo único que íbamos a conocer de la ciudad. Pasamos los sietes días haciendo el amor, bañándonos juntos, comiendo en el piso. Hubo largos momentos de silencio que dedicábamos a mirar el palo borracho que ganaba nuestra ventana. A veces podíamos oír el agua que pasaba por la acequia. Hoy salgamos. No sé por qué dije eso. Era nuestra última noche en Mendoza pero Mendoza era para nosotros aquel departamento. Por desgracia, Andrea estuvo de acuerdo.
Termino el whisky y pido otro. Esta vez sin hielo. El mozo mira mi mano que se cierra con fuerza sobre su muñeca y asiente. En todos sus libros, Andrea cuenta algo sobre nuestra relación. A veces me da bronca porque las cosas no pasaron así; otras veces, cuando me veo a punto de ser descubierto, da miedo. Pero por suerte ella nunca cuenta nada de Mendoza, de aquel departamento ni del sábado que decidimos salir. Me gustaría agradecerle. Andrea mira por la ventana, el sol le da en la cara y cierra los ojos.
Fuimos al centro de la ciudad, entramos a un restaurante y pedimos vino y pastas. Cuando salimos a recorrer las calles, la noche se había llenado de gente. Muchos, como nosotros, habían tomado. De alguna forma terminamos hablando con una chica y dos chicos. Nos decían que teníamos que visitar tal lugar o probar un vino que seguro en Buenos Aires no se conseguía. La chica y uno de los chicos fueron a conseguir algo de tomar. El que quedaba estaba completamente borracho y apenas se mantenía en pie. Tienen que visitar mi casa. Los invito a mi casa. No gracias estamos bien acá, dijo Andrea. El tipo le rodeó la cintura con su brazo. ¿Por qué no querés venir a mi casa?
Llega el whisky sin hielo; lo tomo de un trago. Eduardo se estira para darle un beso a Andrea. Llama al mozo y pide la cuenta. Aprieto con fuerza el vaso, tal vez se rompa. No pasa nada. Andrea y Eduardo pagan y salen del bar.
Bajamos del taxi y subimos al departamento. Me voy a acostar, dijo Andrea y comenzó a desvestirse. Fui al baño, cerré la puerta. Me miré en el espejo y golpeé la pared con el puño hasta que los azulejos comenzaron a mancharse de sangre. Hace cinco minutos no defendiste a tu novia y ahora le pegás a una pared. Matate. Ni siquiera te moviste. Fue ella la que paró el taxi. Acordate de eso. Me lavé la sangre y salí del baño. Andrea me esperaba sentada en la cama. Menos mal que no te peleaste, tenía miedo, ese tipo daba miedo. ¿Por qué no te cayás?, quise decirle. ¿Estás bien?, preguntó. No le contesté. Las palabras son tan miserables. Dormí, dijo y se metió debajo de las sábanas. Me acosté junto a ella pero ni siquiera podía mantener los ojos cerrados. El paso de los autos hacían surgir sombras que se encogían hasta desaparecer. Andrea era tan hermosa que parecía estar lejos. La besé, apenas un roce de los labios, y me apartó. Cuando estaba punto de regresar a mi lado de la cama, tiré de la sábana y traté de aferrarle las muñecas. No me importó que gritara, que me clavara las uñas en el brazo. Con las rodillas logré separarle las piernas mientras con la mano libre repasaba la cintura, la espalda, el cuerpo que aquella noche no había defendido. Cuando al fin dejó de resistirse, supe que tampoco iba a poder.
Pido la cuenta al mozo. Viajé solo a Buenos Aires, aquella misma noche, y desde entonces que no hablo con ella. Busco la billetera y elijo dos billetes. Alguien me abraza por la espalda. Basta, me dice Andrea. Perdonate.
Monday, September 15, 2008
Tuesday, September 09, 2008
Ayer escribí un cuento de una sentada. Lo mejor de todo fue que logré apartar al escritor de la historia. Es decir, permití que las cosas sucedieran por sí mismas. Tengo un principio que me es muy difícil de respetar: Escribir como si sacara una foto. Cuando uno saca una foto, lo que hace en realidad es encuadrar algo que ya existe. Es decir, elige lo que queda dentro del rectángulo y, más importante aún, lo que queda afuera. También considera dónde va a poner el foco, en qué velocidad, qué película va a usar y en qué momento realiza la toma. Bueno, contar una historia es lo mismo. La historia preexiste a uno, la humanidad y el universo ya están ahí antes de que nos sentemos a escribir. Lo que se hace es encuadrar, elegir el pedazo de universo vamos a contar y, después, elegir el foco, la velocidad, las palabras. Hacer esto es difícil porque me creo escritor. Entonces, muchas veces al puto escritor, al artista de mierda, se le ocurre que él es más importante que lo que está contando y hace cagadas.
En Japón, antes de la llegada de los gringos, no existía el “arte”. Ni siquiera tenían una palabra que designara ese concepto. Lo más parecido que podía encontrarse era “oficio” / “habilidad” o “camino”. Pero, en Japón, estos conceptos eran inherentes el acto de tomar el té, cocinar, arreglar el jardín, acomodar flores, crear espadas, escribir, pintar, tirar con arco y flecha, trazar una sola palabra sobre el papel y todas las actividades cotidianas. Los oficios eran el camino para llegar a la esencia de las cosas, de uno mismo y del universo. Cualquier acto podía ser (lo que nosotros llamamos) "arte" si respetaba esa búsqueda.
Monday, September 08, 2008
Sunday, September 07, 2008
Cosas que suicidan
Tarde de domingo, afuera hace frío y garúa. En este momento, alguien enciende el último cigarrillo de su vida, un auto pasa por una zanja y salpica la vereda, la mancha tiene la forma de una mano. En este momento, alguien se deprime sin saber por qué, una chica tira las tres monedas del I Ching, miro el teléfono y me obligo a no llamarte. En este momento, un bebé de seis meses tiene un sueño de luz, ella llora antes de llegar al orgasmo y un hombre saca una foto de una foto. En este momento, él toca la canción que escribió para ella mientras piensa que odia a la mujer que ama, alguien debajo de la ducha cierra el agua caliente. En este momento, una chica lee los mensajes que su chica recibe de otras chicas y un hombre parado en una cornisa mira hacia abajo. En este momento, hace siete años que ella no ve a su madre que vive en Adrogué. En este momento, vos leés todo esto, un hombre abre la botella de whisky que había jurado no tomar y la luz gris entra despacio y en silencio por la ventana cerrada. En este momento, se huele la torta que espera en el horno, alguien se masturba sentado en su cama, la remera roja a la derecha, cerca de sus pies. En este momento,
Friday, September 05, 2008
Thursday, September 04, 2008
Y cada noche las putas toleran esa desnudez y ven, como si olieran, los gritos de las almas.
Wednesday, September 03, 2008
Estaba claro: Laura le chupaba la sangre a Dami. Ella era hermosa pero lo que más llamaba la atención era la paz que transmitía. Tal vez por eso nuestras sospechas. Era una paz que ningún ser humano podía tener, ningún ser vivo. Todos nos conocíamos de la escuela, hacía quince años que nos reíamos de los mismos chistes y contábamos las mismas anécdotas, pero fue Juan, recién vuelto de Barcelona, quien primero dijo: “Che, Dami está hecho mierda.” Sí, los demás nos dábamos cuenta de las sombras debajo de los ojos, el paso cansado, la espalda que de a poco iba venciéndose pero día a día el cambio era tan imperceptible que a nadie se le habría ocurrido decir “está hecho mierda”. Yo, que lo conocía desde pibe, que tantos veranos había pasado con él y con Irma y Roberto, sus padres, no podía entender que de aquellas dos personas surgiera el Dami que veíamos en esos días. Padres e hijo hacía tiempo que estaban peleados, sólo se veían cuando no podían evitarlo. Es más, yo los veía más seguido que Dami y les contaba las últimas noticias. Parecían polos opuestos, como si a propósito la pareja, o tal vez su hijo, se esforzaran en diferenciarse del otro. Ellos caminaban erguidos, con los cuerpos formados por el ejercicio del tenis y el cuidado en la dieta, la cara luminosa que permite la vida holgada de dos psicólogos.
Mientras Laura seguía caminando por el mundo como si no necesitara tocarlo, Dami se encorvaba como si quisisera a comerse a sí mismo. En el bar donde nos juntábamos surgió nuestra teoría: ella era la mujer vampiro. Con las semanas de cervezas la teoría mejoró: la mujer mosquito. No sé quién fue el primero que comenzó a nombrarla simplemente “mosquito” y más tarde “bzzz bzzz”. Un día Dami me invitó a cenar a su casa. También irían Irma y Roberto. Me alegro de que se hayan reconciliado, dije. Yo también. Hablamos y ahora estamos mucho mejor con mis viejos, me explicó. Llegué cerca de las diez. Dami abrió la puerta. Me sorprendió con una sonrisa y unos ojos claros que me obligaban a mirar hacia arriba. Tanto tiempo de verlo encorvado me había hecho olvidar que en realidad era más alto que yo. Me guió hasta el comedor y noté en sus pasos la misma liviandad que marcaba, o borraba, los de Laura. Se libró de ella, pensé. Por fin se separó. Me alegré por mi amigo. La mesa estaba servida, en el centro una olla de bronce con una burbujeante fondue de queso. Te jugaste, dije. No conocía tus habilidades culinarias. No fui yo, lo preparó Laura. En ese momento su mujer entraba al comedor. Quise verla con la espalda vencida y los pasos dudosos pero ella estaba como siempre. Bzzz bzzz. ¿Cómo?, preguntó Dami. Qué estúpidos, me dije. Nada, que me encanta la fondue de queso. Los miré: eran hermosos. Miré los cuadros y las fotos que colgaban de las paredes y por un segundo me imaginé un cuarto oscuro con los retratos de ellos dos cubiertos por pesadas mantas violetas. Te ves bien, dije a mi amigo. Sí, me siento bien. En ese momento sonó el timbre. Laura fue a abrir la puerta. De cada brazo, como si los sostuviera, guiaba a Irma y a Roberto que caminaban encorvados.