Estaba claro: Laura le chupaba la sangre a Dami. Ella era hermosa pero lo que más llamaba la atención era la paz que transmitía. Tal vez por eso nuestras sospechas. Era una paz que ningún ser humano podía tener, ningún ser vivo. Todos nos conocíamos de la escuela, hacía quince años que nos reíamos de los mismos chistes y contábamos las mismas anécdotas, pero fue Juan, recién vuelto de Barcelona, quien primero dijo: “Che, Dami está hecho mierda.” Sí, los demás nos dábamos cuenta de las sombras debajo de los ojos, el paso cansado, la espalda que de a poco iba venciéndose pero día a día el cambio era tan imperceptible que a nadie se le habría ocurrido decir “está hecho mierda”. Yo, que lo conocía desde pibe, que tantos veranos había pasado con él y con Irma y Roberto, sus padres, no podía entender que de aquellas dos personas surgiera el Dami que veíamos en esos días. Padres e hijo hacía tiempo que estaban peleados, sólo se veían cuando no podían evitarlo. Es más, yo los veía más seguido que Dami y les contaba las últimas noticias. Parecían polos opuestos, como si a propósito la pareja, o tal vez su hijo, se esforzaran en diferenciarse del otro. Ellos caminaban erguidos, con los cuerpos formados por el ejercicio del tenis y el cuidado en la dieta, la cara luminosa que permite la vida holgada de dos psicólogos.
Mientras Laura seguía caminando por el mundo como si no necesitara tocarlo, Dami se encorvaba como si quisisera a comerse a sí mismo. En el bar donde nos juntábamos surgió nuestra teoría: ella era la mujer vampiro. Con las semanas de cervezas la teoría mejoró: la mujer mosquito. No sé quién fue el primero que comenzó a nombrarla simplemente “mosquito” y más tarde “bzzz bzzz”. Un día Dami me invitó a cenar a su casa. También irían Irma y Roberto. Me alegro de que se hayan reconciliado, dije. Yo también. Hablamos y ahora estamos mucho mejor con mis viejos, me explicó. Llegué cerca de las diez. Dami abrió la puerta. Me sorprendió con una sonrisa y unos ojos claros que me obligaban a mirar hacia arriba. Tanto tiempo de verlo encorvado me había hecho olvidar que en realidad era más alto que yo. Me guió hasta el comedor y noté en sus pasos la misma liviandad que marcaba, o borraba, los de Laura. Se libró de ella, pensé. Por fin se separó. Me alegré por mi amigo. La mesa estaba servida, en el centro una olla de bronce con una burbujeante fondue de queso. Te jugaste, dije. No conocía tus habilidades culinarias. No fui yo, lo preparó Laura. En ese momento su mujer entraba al comedor. Quise verla con la espalda vencida y los pasos dudosos pero ella estaba como siempre. Bzzz bzzz. ¿Cómo?, preguntó Dami. Qué estúpidos, me dije. Nada, que me encanta la fondue de queso. Los miré: eran hermosos. Miré los cuadros y las fotos que colgaban de las paredes y por un segundo me imaginé un cuarto oscuro con los retratos de ellos dos cubiertos por pesadas mantas violetas. Te ves bien, dije a mi amigo. Sí, me siento bien. En ese momento sonó el timbre. Laura fue a abrir la puerta. De cada brazo, como si los sostuviera, guiaba a Irma y a Roberto que caminaban encorvados.
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