Friday, June 26, 2009
El pozo era profundo, no se veía el fondo; ni siquiera podía saberse si tenía fondo. El viento subía en un silbido frío y te obligaba a cerrar los ojos cuando te asomabas. La abuela decía que muchos niños habían caído y que nunca se había vuelto a saber de ellos. La abuela decía muchas cosas pero ni siquiera sabía usar el teléfono de botones. Acá la encontré. Javier arrastraba una manguera roja y blanca y transpiraba por el esfuerzo. ¿Alguien te vio? Sí, mamá. Le dije que íbamos a regar el jardín de don Cristóbal. Mi hermano me sonrió. Atamos la manguera a la rama de un árbol y nos colgamos haciendo fuerza hacia abajo. Te dije que iba a funcionar. No sé por qué me costaba darle la razón. Dejamos caer lo que quedaba de manguera al pozo negro. Bajo yo, dije tratando de que mi voz sonara grave. ¿Y yo? Vos después. Me subí a la pared de piedra y agarré la manguera con las dos manos. Me dejó caer despacio: primero las piernas, después la panza, qué fría está la piedra, un poco más y ahora solo quedaban los brazos. El ángulo de la piedra me lastimó debajo de las axilas. Tuve que soltar una mano para poder acomodarme; mi hermano me miraba hasta que se cansaba de estar en puntas de pie y después volvía, sus ojos por sobre la pared. Me dejé caer un poco más y mis manos resbalaron sobre la manguera. Sostuve con todas mis fuerzas y apoyé los pies contra la pared. Javier gritaba miles de veces, todas juntas. Estoy bien grité y todas nuestras voces se chocaron. Estoy bien. Me dolía el hombro y la cadera. Las manos ya no las sentía. Traté de bajar despacio pero volvía a caer. Miré hacia arriba, el círculo era ahora como una luna chiquita. Javier, grité. Javier. Traté de tirar con fuerza; en ese momento sólo podía pensar en Oto, el peluche que le habían robado a mi hermano. Esta noche lo encontrarían en el fondo de mi cajón.
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