Día 5:
“Estoy en Villazón, empanadas (tibias) 5 pts; cerveza (tibia y dulce) 3 pts. Tengo que contar muchas cosas. Después de llegar a la Quiaca, almorzar y dejar mi mochila en un hostal me subí al primer auto que me llevaba a Yavi. Un camino que cruzaba tremenda planicie con unos cerros a los lados que parecían olas de helado marroc. Llegué al pueblito: 5 X 4 manzanas de casas de adobe, una iglesia y el museo del Marquez. El pueblo parece suspendido en el tiempo y las montañas. Como si nada demasiado brusco puede pasar ahí. Ni siquiera que se te caiga una taza. Si se cae, seguro que no se rompe. Si se rompe, seguro que es en cámara lenta”
“Nadie, pero nadie, a la vista. Recién vi a una nena cuando entré al museo. Tremenda casa tenía ese hijoputa del Marquez. Y una biblioteca bellísima. Ya voy a contar algo acerca de eso. Cuando salí de ahí, me crucé con una nena que llevaba un bidón de agua. Le pregunté si le llevaba el bidón. Bueno, dijo. Caminamos por unas calles de tierra, todo cuesta arriba. No era lejos y caminábamos lento, aún así perdí el aire. Justo cuando veía que el camino cambiaba la pendiente, que iba a tener un tramo hacia abajo, la nena agarró el bidón. De acá puedo solita, dijo, la muy pilla.”
“Me dijeron que cerca del río había una cueva con pinturas rupestres. Bajé pero me entretuve en el paraíso, sacándole fotos a las flores y nunca llegué. Con sólo bajar unos metros, uno pasa de calles polvorientas a un lugar increíble: un valle de postal, con sus pastos, flores, arroyito y plantaciones de maíz, un par de caballos al alcance de la mano, el atardecer y una brisa que provoca murmullos.”
“Volví a subir al pueblo en busca de comida pero no había nada, aparte de una despensa, que, claro, no tenían empanadas. Vi llegar un auto del que bajaban chicas bonitas recién llegadas a Yavi y le pregunté al chofer si me llevaba a la Quiaca. Sí, así de sonso soy.”
“Antes de salir de Yavi, el remisero paró frente a una casa. Esperame un minuto, dijo. Esperé pero no salía. Así que bajé del auto y me metí en la primera casa que vi con la luz encendida. Parecía una posada. Pregunté si tenían algo de comer. Mónica, la mujer que atendía, me dijo que en un rato pensaba cocinar un guiso. Miré la casa y se sentía muy acogedora. Había unos chicos charlando. Hoy va a ser una noche preciosa, ¿no? Sí, parece que sí, dijo Mónica. Ya fue, me quedo a dormir acá. Sólo había llevado la cámara, tenía mi mochila en el hostal de la Quiaca pero hay algo de ese pueblo que me hace sentir cerca del mundo y no podía dejar pasar la oportunidad. Ahora que pienso, me tengo que ir al último pueblo de Jujuy, a más de tres mil metros, para sentirme cerca del mundo.”
“Mónica me mostró la casa y me condujo al cuarto donde iba a dormir. Vas a tener que compartirlo con tres chicas, dijo. Y, claro, eran las tres chicas del auto. Así que empezamos a tomar cerveza y a charlar boludeces con la anfitriona y sus viajeros, mientras se iba haciendo de noche y caía el frío sobre el pueblo. Entre todo eso salió la frase de la noche: No soy fácil; soy decidida”
“Después de comer y de haber conseguido un buen pedo fuimos al mirador. Hacía frío, frío de verdad. Creo que hacía tiempo que no sentía un frío así. Decía, caminamos al mirador. La noche estaba preciosa. El cielo negro y una cantidad de estrellas que nunca había visto. No había luna y todo se veía como si estuviera cerca. Nos acostamos en el piso, en un lugar donde ya no se veían las luces del pueblo y nos quedamos así. No sé cuántas estrellas fugaces pasaron, pero yo no pedí ni un puto deseo.”
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