Por más que vacié la mochila, revisé cada bolsillo y me fijé dentro de la carpeta, no podía encontrar la lapicera. Pero si ayer la tenía. Ya era la tercera que perdía en la semana, mamá me iba a matar. Miré alrededor, a mis compañeros, alguien más que pudiera tener la culpa. Al final desistí, hacía rato que la seño anotaba en el pizarrón y yo no había copiado nada. Pedí una lapicera prestada pero nadie tenía, al final fue Julia, a quien ni siquiera le había pedido, la que me pasó su borratintas. Creo que Julia fue la única chica que me gustó en la primaria pero desde chico que soy sonso y en ese entonces tampoco me daba cuenta. Abrí la carpeta y busqué los últimos apuntes de ciencias sociales. La mitad de mis hojas iban sueltas, con los ojales rotos. Las últimas anotaciones se cortaban en una oración. Busqué otra vez en la mochila, entre las hojas arrugadas, pero no pude encontrarla. Me acordaba que habíamos hablado de los mapuches pero nada. Nada de mapuches entre todas esas cosas. Pedí hojas prestadas y anoté lo que pude. Cada viernes, a última hora, la seño pedía para revisar tres carpetas. Ése era el peor momento académico de mi primaria. Yo nunca tenía carpeta de nada. La seño me miró, ella sabía que yo sabía que me iba a llamar, y yo sabía que ella sabía que no tenía siquiera la mitad de los apuntes de la última semana. Me miró otra vez y pidió la carpeta de mi compañero de banco.
Al salir de la escuela, tuve que pelearme con un par de chicos. Las peleas siempre empezaban igual. Me gritaban cosas, yo no respondía. Me gritaban más cosas, yo seguía sin responder. Me empujaban y ahí sí que respondía pero tengo que admitir que desproporcionadamente. Mi táctica siempre era tirarlos al piso y pegarles hasta que alguien aparecía para separarnos. Claro que cuando eran dos era más complicado y lo más común era que yo terminara en el piso, golpeado y defendiéndome a duras penas. Aquella vez fue así.
Encaré hacia la casa de mi abuela. Busqué en mis bolsillos monedas pero no me alcanzaba para comprar una lapicera nueva, ni siquiera una 303. Caminé despacio, buscando algo de plata que alguien se le hubiese caído. A mí siempre se me caía ¿así que por qué no le iba a pasar a otro? No encontré nada. En la casa de mi abuela no había nada que se pareciera a una lapicera, sólo usaban biromes en la tintorería.
Mamá me pasó a buscar y nos fuimos a casa. Ella nunca se fijaba en mis notas ni nada de la escuela pero aquel día me pidió la mochila. No sé cuánto tardé en dársela, tal vez esperaba que se olvidara, aunque ya entonces sabía que la vieja nunca se olvida de nada. Así que fui a la cocina y le di la mochila. Retrocedí dos pasos y me senté en el escalón. Maxi, ¿ésta es tu carpeta? ¿dónde se metió este chico? Yo cada vez más chiquito, más sombra de escalera. Maxi, bajá. Estoy acá, ma. ¿Pero cómo puede ser que ésta sea tu carpeta? ¿Y tu lapicera? ¿Dónde está tu lapicera? No sé, se me perdió. ¿Otra vez? ¿Pero, hijo, cómo puede ser? No sé, perdón. Ya estaba llorando. Andá a tu cuarto. Subí a mi cuarto y me tiré en la cama, la cara contra la almohada. Todavía podía escuchar la convesación (mi vieja a los gritos) que transcurría en la cocina. ¿Pero con qué escribe este chico? Esto parece borratintas (mi hermana). Pero tu hermano es un desastre.
Al rato mi vieja subió a mi cuarto. Maxi, bajá a cenar. Dejó mi mochila en el piso y se alejó. Salí de la cama, cerré la puerta y tiré la mochila contra la pared. La carpeta voló y se soltaron varias hojas. También cayó al piso el borratintas que nunca le devolví a Julia.
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