Escena de cuento:
Me gustaría acordarme de todo lo que me dijo esa noche. Recuerdo que le dije que yo no estaba enamorado. Es que me insistió. O tal vez no tanto, pero ya era imposible sostener su no mirada, su espalda entortugada debajo de la sábana, el pelo tan largo, tan lacio. Sos un tarado. Dijo tantas cosas. A manotazos desgarraba todas las envolturas. A tientas buscaba las palabras, se equivocaba, retrocedía y volvía a embestir. Habló de que hay un copado por barrio, de que ella era la copada del abasto y la campeona de Capital. Sos un tarado, eso lo dijo muchas veces. Necesito puchos. Bajamos, caminamos tres cuadras al único kiosco abierto a esa hora. Caminamos de la mano. Volvimos. No quiero subir, dijo. Bueno, tomemos un café. No quiero. Bueno, me tomo un café. Nos sentamos a una mesa en la calle. El café estaba delicioso. Dijo tantas cosas. La seducción es una mierda, hace que el amor sea pedorro. Y no quiero un amor pedorro, dijo. Pedorro era lo único que podía decirse. El tiempo y el espacio apretaban y ahí, debajo de la noche, sólo encastraba pedorro, con todos sus ángulos y aristas. Pedorro. Otro manotazo y esta vez era la última envoltura, detrás del mundo apareció un rayo de luz que me pegó de lleno. Me miró. Claro, ahora me querés. ¿Ves que sos un tarado?
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