Wednesday, May 06, 2009

Una vez mi viejo me regaló una bolsa llena de los tubitos que se usaban para guardar rollos, cuando las cámaras todavía funcionaban a película. Había de plástico negro y blanco. Tomá, para que juegues, dijo. Yo ya estaba acostumbrado a las sobras. Soy el menor de cuatro hermanos y todas las cosas que tuve hasta los 13-14 años ya habían sido de mis hermanos mayores. He llegado a usar ropa de mujer por esta condición de zaguero. Pero mejor esto lo cuento en otro momento. Tenía mi bolsa llena de tubitos. Lo primero que se me ocurrió fue usarlas de blanco para el arma que hacía poco había armado con banditas elásticas y dos tubos de cartón de papel higénico. El primero lo había rescatado de la basura, el segundo lo produje después de desenrollar cincuenta metros de papel en una bolsa. El arma resultó ser no tan precisa: los tubos de plástico quedaban intactos, sin importar cuán juntos los pusiera o cuántos pisos lograba apilarlos. Después del enésimo intento bajé de un manotazo la pirámide que había armado. Mientras juntaba los tubitos pensaba en cuando me quedara solo en el mundo. (Es que debo confesar que, aunque acostumbrado, no es que me gustara ser el menor) Porque, ya lo sabía entonces, en algún momento comenzaría a llover y sólo habría unas pocas isalas habitables y yo sería uno de los pocos sobrevivientes. Claro que a esas edad ni siquiera intuía que esas islas serían más bien personas. Iba yo pensando en esto mientras juntaba de a uno los tubitos cuando me dije: - Qué bien, ya tengo mi arma para cazar. Y entonces supe por qué mi viejo me había dado aquella bolsa. En aquel tiempo pensaba que mi viejo y yo compartíamos un código que nadie más sabía. Nos mandábamos mensajes que jamás revelábamos a nadie, ni siquiera al otro para hacerle saber que lo había entendido. Y yo había entendido que mi viejo me había dado aquello para el futuro lleno de islas y agua. Así que en secreto convertí veinte de aquellos tubos en dos equipos de supervivencia, el negro para mi viejo y el blanco para mí. Había uno lleno de fósforos y con un pedacito de la parte negra de la caja, donde se raspan, pegado a la tapa; otro lleno de alcohol; otro con un piolín onda de pizzería; cinco llevaban agua; uno con tang de naranja y uno con clips sueltos. No sé, me encantaban los clips y pensaba que podían ser útiles. Dejé el equipo de mi viejo en su biblioteca, detrás de unos libros. Cada vez que él pasaba por ahí sentía aquel código que nos unía y el guiño casi imperceptible que me dedicaba. Con los años, mi viejo y yo fuimos alejándonos hasta no comprendernos para nada. Hace poco, durante mi visita semanal, le robé el último tubito que le quedaba de la era analógica; adentro sobrevivían los clips, sólo que ahora estaban convertidos en una cadena brillante.

3 comments:

Txabela said...

Jo, Mata, me encanta.

Fernanda. said...

Qué ternura. Esas cosas que de niños creamos no deberían jamás borrarse de la memoria.

Esti said...

me gusta leerte