Thursday, May 07, 2009
Esa noche, no sé cómo, me fui del brasilero guiado de la mano por una chica. Por lo general salgo con el resto de los pibes a tomar la última cerveza en algún bar que todavía esté abierto. A veces, pocas, únicas, en realidad, mi borrachera logra apartarme y veo, desde lejos, cómo sin mis torpezas mi cuerpo se desempeña con relativo éxito. Decía, salimos del brasilero y empezamos a caminar. Vivo acá cerca, dijo y noté algo extraño en su acento, como el de un extranjero que hace tiempo vive en Buenos Aires o un porteño que vivió demasiado en otra parte. Llegamos a una esquina y se nos acercó un tipo para pedirnos unas monedas. Se notaba que hacía años vivía en la calle o tal vez toda su vida. Flaco, ¿no te sobra una moneda para que me compre algo de comer? Por lo general en estos casos nunca doy plata. Me digo que es porque mejor no darles, porque siempre hay alguien más que se aprovecha de esta pobre gente, porque seguro lo usan para sus drogas o alcohol o un vicio peor. Eso me digo. Pero frente a Francisca no podía quedar como un tacaño. Aunque para mí Francisca ya era una mentirosa. ¿Mirá si alguien se va a llamar Francisca? Así que le dejé dos pesos. Ella siguió como si nada, incluso tuve que apurar el paso para alcanzarla. Llegamos a una puerta, subimos unas escaleras hasta otra puerta y entramos. Una cocina integrada a un comedor, una mesa y dos sillas, y un cuarto con una cama grande y decorado con vestidos de colores. Tal vez no fuera la decoración sino que las paredes mismas eran su armario. Dijo muchas cosas aquella noche, supongo que la mayoría eran falsas, como su acento. Mencionó muchas veces su país, en mi país, pero por suerte la borrachera me borró sus palabras. Me levanté con un ruido de llaves y el mecanismo de la cerradura que se abría. Miré la puerta del cuarto entornada, la línea recta de luz interrumpida por la sombra de quien entraba a la casa. Busqué mi ropa, me vestí sin ponerme los calzones ni las medias que guardé en los bolsillos. Entró alguien, dije pero Francisca se negaba a despertarse. Che, hay alguien en la casa. No quise levantar la voz. Me puse las zapatillas y esperé entre sonidos de platos y vasos, la silla que se arrastraba, la pava que se apoyaba sobre la hornalla. Ahora estaba seguro, aquellos vestidos no eran decoración. Abrí un poco más la puerta y miré por la rendija. Un bulto gris estaba sentado en la silla, inclinado hacia la mesa. Abrí un poco más y los goznes se quejaron. El bulto se dio vuelta y me miró. Con una decisión que no sentía, salí al comedor. El tipo que me había pedido las monedas tomaba su desayuno. Sobre la mesa, ahora cubierta con un mantel, un plato con un sánguche, una taza de café con leche y un manojo de como veinte llaves. Buen día, dijo y cuando no respondí su saludo volvió a su sánguche. Abrí la puerta, bajé las escaleras y cuando quise abrir la otra puerta me di cuenta de que estaba cerrada con llave. Volví a subir. ¿Podrías abrirme? Sí, claro, ahí bajo con vos. Agarró el manojo de llaves, terminó el sánguche de un bocado, bebió de la taza y dejó plata sobre la mesa: montón de monedas y un billete de dos pesos.
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