Monday, July 06, 2009



El amanecer no llegaba nunca, la lluvia estiraba la noche y el rayo de luz que Martín esperaba ver sobre la biblioteca se diluía en grises azulados. El reloj estaba a sólo un giro de cabeza, tal vez ni siquiera eso, pero, ahora, cualquier movimiento parecía una proeza. Escuchó las gotas que repiqueteaban contra la ventana, quiso distinguir cada una, adivinar las trayectorias y las líneas puntuadas que dejaban sobre el vidrio. Pensó en que todavía tenía que planchar la camisa y se preguntó por qué nunca podía aprovechar las horas de insomnio. Algo que debería hablar con su analista. Aunque tampoco aprovechaba esos cuarenta minutos ni los doscientos pesos que le costaba cada sesión. Cuando se sentaba en aquel sillón negro, siempre le entraba sueño, como si de pronto lo hundieran en agua tibia. Alguna vez, su analista lo había despertado para decirle que se veían la semana siguiente. En cualquier momento suena el despertador, se dijo y lo invadió un terror que le cerró los puños sobre la almohada. Sabía que, antes del chillido de la radio, se escuchaba un clack. Y ese sonido era lo más triste del mundo. Me levanto, mejor me levanto antes. Basta, levantate. Levantate, chabón. Dale. Contá hasta diez y levantate. Siete, ocho. Dale. Nueve, diez. Dale, ahora, arriba. Dale, levantate. La radio voló por el aire y se estrelló en la otra pared. Martín miró los restos caidos en el piso, volvió a acostarse y se quedó dormido.


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