Subí el cuello de mi saco y traté de bajar la cabeza en un intento de frenar el viento frío. Todavía no eran las tres y mi sombra me adelantaba varios pasos. Agarré el atado de cigarrillos, sólo quedaban tres. ¿Por qué todo parece más suave en invierno? En ese momento decidí que aquella noche dormiría en el hospital. Aunque colocaba mis manos para cubrirla, la llama del encendedor se negaba a abrazar el cigarrillo. Busqué refugio en la entrada de un edifico, el mármol enfrió mi brazo izquierdo hasta que logré dar una pitada. Cerré los puños y froté una mano contra la otra pero pronto volví a guardarlas en los bolsillos del pantalón, donde podía sentir mis piernas endurecidas por la caminata. A los pocos segundos tuve que sacar una mano para sostener el cigarrillo. Un tipo salía del edificio. ¿Subís?, dijo mientras mantenía abierta la puerta. No dije nada y entré. La puerta que se cerraba empujó el viento y el ruido a la calle. Un escalofrío me reocrrió la espalda, algo de ceniza calló al piso de mármol. Las paredes también eran de mármol, o de piedra rosa o color durazno. Siempre tuve problemas para distinguir colores. No soy daltónico. A pesar de que era sábado, muchas personas pasaban frente a mí; caminaban rápido. Se cruzaban sin verse. Algunas mujeres parecían mirarme cuando buscaban su reflejo en el vidrio espejado. Apagué la colilla contra la pared y la metí en un huevo que había entre dos bloques de mármol. Cuando tiré del picaporte, me di cuenta de que la puerta sólo se abría con llave.
Después de esperar unos minutos, subí a uno de los ascensores. En el espejo, entre las arrugas, reconocí la cicatriz debajo del ojo, la marca que me había dejado una pelea con mi hermano mayor. Ya me había acostumbrado a encontrar canas en el pelo pero aún me sorprendía mi cara cubierta de barba. Decidí que no se notaba que hacía cuatro noches que dormía en la calle. Bajé en el tercer piso. ¿Por qué no elegí el primero? Había cuatro departamentos, de uno de ellos escapaba algo de luz y una voz de mujer. Toqué timbre. Ahí está, escuché que gritaba ella. La puerta se abrió, una mujer a medio vestir me empujó y corrió hasta el ascensor. Me asomé al departamento. Un living sin muebles, sólo una silla y un televisor apoyado en el piso. De un pasillo apareció un hombre desnudo. Una panza que se le adelantaba, unos pocos pelos sobre las orejas, las piernas delgadas, casi de mujer. Tenía un arma en la mano. ¿Dónde está?, el grito dio comienzo a un llanto. Se fue, logré decir mientras retrocedía unos pasos. Con un movimiento del brazo, limpió mocos, saliba y lágrimas. Levantó el arma y se disparó en la cabeza. El ruido fue mucho más débil de lo que esperaba. El cuerpo golpeó contra una de las paredes del pasillo y se deslizó hacia abajo mientras dibujaba un cuarto de círculo rojo. Su cabeza rebotó contra el piso. Sólo pude moverme cuando me di cuenta de que la sangre estaba a punto de alcanzar mis zapatos. Salté la mancha roja que se expandía con rapidez. Presioné el botón del ascensor y bajé las escaleras de a dos escalones. Llegué a la puerta de calle pero a pesar de que tiré con fuerza, no logré abrirla. Nadie veía los golpes ni el aliento de mi grito que empañaba el vidrio. Volví a subir, otra vez por escalera. Toqué timbre en todas las puertas del primero y segundo piso pero al parecer nadie vivía en aquel edificio, eran todas oficinas. Volví al departamento del tercer piso, tenía que encontrar un teléfono. La sangre estaba a punto de salir por la puerta. Avancé sobre el charco, me resbalé varias veces y tuve que apoyarme en la pared. Al fin, llegué a un cuarto, blanco, parecía recién pintado. Colagada sobre la cama, una foto enorme: el Ovni de Monte Grande.
continuará...