Thursday, August 27, 2009
Sin haberse dado cuenta de cuándo se afeitó, cuándo se había puesto esa corbata que odiaba y cuándo había agarrado dos monedas de cincuenta y una de veinticinco, Martín empezó a caminar. Eran los primeros días de septiembre pero ya hacía calor. El sol, que semanas atrás veía recién arriba del bondi, se filtraba por entre los árboles. Sentía la transpiración empujando por debajo de la piel, como si todo su cuerpo estuviera a punto de llorar. El semáforo lo dejó parado bajo el sol; miró la vereda de enfrente, todavía en sombras. Si cruzaba iba a tener que volver a cruzar, sólo faltaban cuatro cuadras y esos metros innecesarios significaban tal vez el diez por ciento del recorrido. Todavía faltaban cuatro cuadras. Miró el semáforo en rojo, miró el sol, los zapatos lustrosos y sintió cómo una gota bajaba por su espalda. Cruzó hacia la vereda en sombras. Oyó el bocinazo del colectivo, vio la mano del chofer, los dedos todos juntos hacia arriba con su movimiento de vaivén; pensó en levantar la mano en señal de disculpa pero siguió camino sin apurar el paso. Llegó al otro lado, a la sombra. Miró atrás y toda aquella luz ahora le quemaba los ojos. Cruzó la otra calle y caminó despacio. A las tres cuadras vio su colectivo pasar de largo. Miró la vereda asqueada de sol y dejó caer al piso las monedas.
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