Demian y Andrea se separaron dos veces, como si rebotaran. Nunca discutieron, sólo se lastimaron con paciencia. Bastaba con que alguno opinara cualquier cosa acerca de un tema para que el otro opinara lo contrario. De a poco, los recuerdos que tenían en común se distorsionaron hasta volverse opuestos. El departamento era cada vez más chico, las lecturas silenciosas de Demian se prolongaban y las conversaciones se acortaban. Se rindieron como quien se duerme de cansancio: sin oponer resistencia, concientes de que habían perdido la batalla hacía tiempo, aunque aún ahora no saben cuándo. ¿Y? ¿Supiste algo de Raquel?, preguntó Andrea mientras cebaba otro mate. No, nada. A Demian todavía le incomodaban aquellas preguntas; él nunca quería saber nada de los tipos con los que ella salía. Dos formas de masoquismo. ¿Pero la llamaste? Demian buscó la cámara de fotos, se arrodilló, encuadró la ventana, la mesa, el sol que caía sobre el pelo de Andrea y le dibujaba media máscara de sombra, el ojo izquierdo brillaba como el ámbar. Ella lo miró con cansancio. No seas pesado, dijo. Él escondía cajas y bolsas repletas de fotos de Andrea. Muchas veces, cuando intentó extirparla, aunque sólo fuera de su mente, aunque sólo fuera de su casa, o cuando creía que la relación con alguna mujer podía prosperar, pensó en regalárselas, tirarlas a la basura o quemarlas pero siempre eran salvadas por la nostalgia o la justificación del arte. Dejó la cámara sobre la mesa y tomó el mate que le ofrecía Andrea. No, no la llamé.
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