Monday, January 08, 2007


Ayer leí algo del I Ching. Creo que nunca me hice tirar las monedas pero ayer después de cenar leí el prólogo que escribió Jung (el piscólogo). Decía algo interesante. En la antigua cultura china no veían tan clara la relación entra la causa y el efecto; en cambio, sí podían ver una relación sincrónica de los eventos. Es decir, que todos los eventos del universo que ocurren en un momento dado tienen relación entre sí. Por eso cuando tiramos las monedas, la forma en que caen es representativo del estado en que nos encontramos en ese momento. Algo a lo que le encuentro bastante sentido. En base a esto hoy empecé a escribir un cuento. De un tipo que vive en la la línea del tiempo (causalidad) y una mina que vive en la línea de los eventos (sincronismo). Claro que se me hacía muy difícil seguir a la mina por eventos, así que los reemplacé por el espacio. Entonces tenemos a un tipo que se mueve en el espacio para poder seguir a la mina y una mina que se mueve en el tiempo para poder seguir al chabón.
Llegué a un punto que está difícil de resolver, cuando tengo que explicar toda esta teoría que se esconde detrás del cuento. Ahí les va los primeros fragmentos recién saliditos del horno.

Un domingo por la tarde salí a caminar por el barrio de Once; con los negocios cerrados y las calles vacías, de aquellas veredas surgía algo gris que disfrutaba como un café junto a la ventana de un bar. Al llegar a la esquina de Paso y Perón, vi cruzar a una chica, la mitad de su cara cubierta por el pelo negro y lacio y la mirada fija en el piso. Lo primero que me llamó la atención fue que sus piernas no se movían en la misma dirección que su andar: una vez giró a su izquierda pero sus pasos continuaron el movimiento como si nunca hubiese doblado en la esquina. La seguí durante dos cuadras hasta que me harté de caminar tan despacio y decidí adelantarme. Cuando pasé junto a ella dijo hola. Hola, dije después de detenerme y girar. Una expresión de alegría, tal vez de gratitud, se dibujó entre las lágrimas que caían de sus ojos verdes. Pero ella no se detuvo. Por favor, caminá conmigo, dijo. Por la urgencia en su voz creí que la seguían, que querían lastimarla. Algo que hizo pensarme héroe por unos minutos hasta que comprendí que no existía perseguidor alguno; tendría que buscar otra forma de demostrar mi valentía.

Seguimos por Perón hacia el centro. A medida que avanzamos, la expresión en su rostro se relajó, aunque seguía atenta a cada uno de sus pasos. Me llamo Julia, dijo y sonrió. Hola Julia, yo soy Mata, dije, ¿para dónde vas? Pensó durante unos segundos y señaló hacia delante. Qué bien, yo también voy para allá. En la siguiente cuadra encontré un kiosco abierto. Me detuve a comprar cigarrillos pero ella siguió caminando. No, por favor, no te pares. Su pedido me pareció algo exagerado. Compré paquete de diez y un chocolate para ella. Cuando me dieron el vuelto, Julia ya no estaba. Caminé apurado hasta la esquina pero no se la veía por ninguna parte. Volví, pregunté al kiosquero si no la había visto, fui hasta la otra esquina pero no había nadie. Tal vez, el perseguidor existía en realidad y yo había sido un estúpido. Por un segundo creí verla a una cuadra de distancia, corría en dirección hacia el centro. Yo también corrí hacia allá pero una vez más estaba solo. Avancé una cuadra hasta que escuché que alguien a mi espalda me llamaba. Era Julia que, a pesar de que avanzaba despacio, parecía agitada. Pensé que te había perdido, dijo y entonces supe que me había enamorado.

Julia me contó que era la primera vez que estaba en Buenos Aires, alguien le había dicho que los mejores momentos de su vidas los había vivido en aquellas calles. Su acento era tan porteño como el mío, supuse que sus padres eran argentinos. Quise saber dónde había nacido pero me miró como si no entendiera mi pregunta. Tal vez no quería contarme. Cuando llegamos a Callao, el semáforo se puso en rojo, los autos comenzaron a moverse y a pocos metros se veían dos colectivos que avanzaban rápido. Julia bajó al asfalto y siguió con su paso tranquilo. Desde la vereda vi cómo los autos pasaban junto a ella y los colectivos hacían que su pelo se levantara por el viento. Al fin me decidí y corrí hacia la otra vereda. ¿Estás loca?, no pude evitar gritarle. ¿Por?, dijo y pensé que se burlaba pero la pregunta era sincera. Porque casi te matan, dije resignado. Me miró sin entender; tal vez era cierto que no era de la ciudad. No me iban a atropellar, dijo al fin, era muy poco probable.

Siempre fui torpe para encarar mujeres. Y cuanto más me gustan, mi torpeza se agiganta hasta hacerme sentir vergüenza por adelantado. Algo que siempre me ponía triste. ¿Querés?, pregunté mientras le ofrecía chocolate. No, gracias, pero un cigarrillo me fumo, dijo. Encendí su cigarrillo y después el mío. ¿Hasta cuándo estás en Buenos Aires?, pregunté. Me miró como si no comprendiera mis palabras. ¿Qué día te vas?, insistí. No sé, dijo al fin. ¿En cuánto tiempo llegamos al río?, preguntó. Miré sus pasos cortos y lentos y calculé que faltaba poco menos de una hora. Entonces me voy en una hora, dijo, me gustaría que me acompañes en este tiempo que me queda. No quise preguntar más, algo en su tono de voz me hizo temer lo peor. Si pensaba tirarse al río, lo dijo con una tranquilidad de quien lo sabe inevitable. En ese momento mi tristeza se convirtió en desesperación y la desesperación en valentía. ¿Nos sentamos a tomar un café?, pregunté después de asegurarme de llevar dinero conmigo. No puedo, dijo, si no quiero quedarme sola no puedo detenerme.

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