Sunday, January 24, 2010

En el cine del que hablo acá abajo, había una señora que tenía todas las perder. Sentada a tres asientos a mi derecha, abría bolsa tras bolsa, paquetito tras paquetito y no dejó de hacer ruido durante los primeros quince minutos de peli. Todo el mundo le chistaba, le decía por favor señora y así. A mí también me molestaba pero también me daba un poco de pena. Imaginaba que trataba de pasar lo más desapercibida posible pero su torpeza no se lo permitía. Después de esos quince minutos de bardo, inmediatamente después de que dejó de hacer ruido se quedó dormida. Y, por supuesto, roncaba como un rinoceronte, y uno de los bien gordos. Otra vez chistidos, bufidos y quejas. Además, pobre señora, olía bastante mal. En fin, pasamos toda la primera película con la orquestación onírica de la señora. Ahí sí ya me estaba molestando pero también me molestaba la gente que no paraba de quejarse, así que estábamos a mano. Por suerte, cuando empezó la peli de los Woodabe la señora se despertó y se rescató un poco. Es más, en un momento me cayó bien porque mientras todos se reían de cosas bellísimas de la tribu (esa risa nerviosa de quien no sabe que existen otras culturas) la señora se mantuvo callada y atenta. Hasta que abrió la boca. Qué horror, dijo indignada cuando una chica woodabe contaba cuánto le gustaba su chico. Qué horror, repetía. Y ahí sí que me dieron ganas de que se comiera una granada.
Ultimamente me está pasando eso. Termino estando de acuerdo con algo que en principio rechazo.

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