Tuesday, May 05, 2009

Cuando era chico tenía un amigo de la escuela que se llamaba Leandro. Con Lea, así le decía, nos contábamos todo. Por lo general cosas que nunca habían sucedido. Lea vivía a la vuelta, en la misma manzana que mi abuela, y pasaba muchas tardes en su casa. A la mañana iba a buscarlo, le tocaba el timbre y caminábamos siete cuadras juntos hasta la escuela. Hablábamos de lo que habíamos hecho, que por lo general estaba mezclado con el sueño de la noche anterior, y satisfechos de haber sido escuchados, avanzábamos convencidos de nuestras hazañas. Como aquella vez en que yo había saltado desde la terraza de la tintorería o la vez que su mamá le había dejado manejar el auto y él hizo la willy. Aquel juego, en el que las aventuras de uno se confirmaban con las aventuras del otro, siempre algo más exageradas, duró hasta quinto grado. Algo sucedió en ese momento, alguna chica, tal vez, y a partir de entonces las fantasías fueron retrocediendo. Cada vez los saltos eran más cortos, las jugadas más verosímiles y las conversaciones menos sinceras.

1 comment:

Flor said...

qué linda historia!