Thursday, September 10, 2009

En nuestra buhardilla había doce cuartos, de los cuales tres eran habitables. Los otros nueve tenían los techos tan bajos y las vigas colocadas de forma tan inoportuna que sólo los sudamericanos podímaos vivir ahí. Y de vez en cuando algún chino. Para ser justos, tengo que decir que en todos los cuartos la luz era maravillosa, como seguramente debe serlo dentro de un horno con el fuego al máximo o en una heladera en la que el foquito no se apaga aunque cierres la puerta. En uno de esos tres cuartos vivía el francés, que no era francés ni nada pero sí el único que se le daba hablar con los parisinos. En el segundo no vivía nadie. Muchas veces habíamos querido forzar la puerta, hasta tratamos de quemarla, con la consecuente concurrencia de los bomberos. En el tercero, trabajaba Santos, pintor irreverente, perdón, cualquier otro adjetivo sería injusto, quien de vez en cuando, a cambio de dos botellas de vino, me dejaba dormir en su cama. Él no dormía, al menos no en la buhardilla. No sé por qué me tenía aprecio, nuestras conversaciones se limitaban a las que pueden tener los borrachos cuando no encuentran el sacacorchos. De los otros cuartos, sólo tres éramos habitantes permanentes. Franco, Juliana y yo. Nadie sabía qué hacía Franco, de dónde sacaba esos billetes que de tan nuevitos parecían falsos. Se la pasaba todo el día dando vueltas, sin ninguna actividad concreta más que caminar, subir y bajar escalones, comer y de vez en cuando cantar. Cantaba muy bien, a decir verdad. Juliana, la princesa del 36, como le decíamos, aseguraba tener hijo y marido en algún país. Siempre que alguno trataba de pasar a su cuarto nos empujaba con la misma frase: Salga usted de aquí, que soy casada y madre. Yo pasaba mis días refugiado del sol tratando de dormir y por las noches bajaba a cuidar la playa de estacionamiento. Me pagaban por mi soledad.

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