Wednesday, February 04, 2009

Mi abuela me llevaba todos los días al jardín de infantes. Me arrastraba más bien. Supongo que después me acostumbré pero tengo patente el recuerdo de ser arrastrado por el brazo las dos cuadras que separaban la tintorería del Jardín Despertar. Aquel día me habían comprado un alfajor que yo llevaba en el bolsillo canguro de mi guardapolvo celeste, bajo la presión de mis dos manos. En aquella época un alfajor era un bien muy preciado. Cuando salimos al patio para jugar con los juegos, germinó en mí la semilla de la maldad. No exagero. Creo que es una de las cosas más crueles que hice en mi vida. Mostré el alfajor, que para ese momento seguro ya estaba todo derretido, y propuse una prueba. El que salte desde el tobgán a la calesita (de esas manuales) le doy (iba a decir mi alfajor pero lo pensé mejor) la mitad de mi alfajor. Era una distancia considerable para nuestros tres, cuatro años. Varios chicos se prendieron, no sé si alguna chica. Le de la mano a cada uno de los participantes para cerrar el pacto. De a uno subían al tobogán mientras yo los miraba sentadito en el cantero. Saltaban y se golpeaban feo pero sin lograr permanecer en la calesita que yo hacía girar con mi pie. Sentí culpa y miedo de que me retaran. Pero nadie me acusó. Al parecer, la crueldad no es tal cuando está institucionalizada. Feliz, me comí todo el alfajor.

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