Tuesday, October 24, 2006


Ni la sombra de lo que era

Harto de mirar la pantalla en blanco. Busco guita, el saco y la copia impresa de la novela que nunca avanza. Bajo ocho pisos y me doy cuenta de que el saco no hacía falta, el sol cae como lluvia de arena sobre la piel. Camino hasta el bar de la esquina y me pido un café antes de sentarme junto a la ventana. Traen el café, dos galletitas y dos sobres de azúcar junto a la taza blanca. El bar, de esos posmodernos que parecen peceras a la calle, es caro y sin nada que ofrecer salvo su ubicación a diez pasos de mi casa. Agarro un sobre de azúcar de la punta, lo sacudo y arranco la esquina de papel. Pongo medio sobre en la taza y revuelvo con la cucharita, como siempre contra las agujas del reloj. Miro mi brazo, algo más oscuro que de costumbre y trato de recordar dónde me habré tostado. Por un segundo pienso que podría pedirme unas medialunas, aunque hace cuarenta minutos comí pollo al verdeo, sobras de la cena anterior. Llamo al mozo y pido tres medialunas de manteca. Hay que llenarse de algo.

Ordeno las hojas de la novela para empezar a leer desde el principio. En el tercer renglón, llega el plato con medialunas y pido el diario. Dispuesto a trabajar, busco en mi bolsillo la birome pero un movimiento torpe hace que se caiga al piso, sobre mi propia sombra que de tan clara parece proyectada por otra luz. Dejo la birome y las hojas impresas a un lado, para hacer lugar al diario y las medialunas. Paso de noticia en noticia casi sin leer las palabras, las fotos muestran algo de la batalla de San Vicente, de la ocupación de Irak y y de la muerte de Nelson, el hombre más pequeño del mundo. Las medialunas entran con dificultad en la taza de café, tendría que haberme pedido un café con leche. No termino la segunda y ya me siento lleno y con la certeza de que pronto voy a ir al baño. Entonces sí, muevo todo, quito las migas, limpio una gota de café que se cayó sobre la mesa y ordeno frente a mí las hojas de la novela.


Mientras leo, birome en mano, las setenta y dos páginas que llevo escritas, pienso en la conversación que tuve semanas atrás con un amigo. Él, músico talentoso, yo, escritor supuesto, sentimos que cinco años atrás nos resultaba mucho más sencillo crear. Antes sólo era cuestión de sentar el culo y hacerlo, ahora hay que batallar en cada acorde, en cada palabra, con la propia sombra, siempre la primera en criticar todo y considerarlo una mierda. Cuando empiezo a escribir algo nuevo me ataca un acto reflejo: presionar shift + ctrl + inicio, que marca todo el texto y presionar la tecla supr, que borra todo en un instante. Si las cosas que escribí y que borré de esta forma estuvieran almacenadas en algún lugar, sería uno de los peores escritores del mundo pero también uno de los más prolíficos. Supongo que tengo miedo a que la gente comprenda que en realidad soy un escritor malo, o peor, terror a que yo mismo comprenda esa verdad. Conversando con mi amigo, me preguntaba ¿desde cuándo tengo miedo? Desde que alguien dijo que escribía bien. Sí, soy estúpido.

Al fin, termino de leer al mismo tiempo que termino el café con leche con las migas depositadas en el fondo dulce. Mi sombra, ahora algo más estirada, el rostro demasiado definido sobre el tramado de baldosas, sabe que de las setenta y dos páginas, setenta y una son una mierda. No tiene alma, me explico y casi suena a una justificación. ¿Por qué antes era más sencillo confiar mi alma a las palabras? A veces leo cosas que escribí hace años y me doy cuenta de que, aunque ahora podría hacerlo con un estilo más depurado, me sería imposible ofrecer el alma que dejé en ese tiempo. Decir que el alma es algo que se gasta me parece bastante cagón, es no hacerse cargo. Oquei, me digo, doy vuelta una hoja y agarro la birome. El sol había calentado hasta tal punto mis zapatillas negras que me obligaba a buscar refugio para mis pies. Pero a esa hora, con las sombras escondidas en las paredes, el pueblo sufría una muerte blanca. Me quité las zapatillas Tacho todo. Grito con la boca cerrada y los dientes apretados. La hoja tallada con espirales azules me mira y espera.


Mientras sirvo cerveza en el vaso, la botella helada cubre mi mano de agujas mínimas. Tomo un sorbo y antes de que caiga el líquido en mi garganta siento el placer de esa picazón fría. Miro las líneas paralelas que cubren varias de las hojas. Ni siquiera sé dibujar, me digo y miro el puño cerrado. Me sorprende la piel oscura de mi mano, no sólo en el dorso sino también la palma. De tanto mirar por la ventana, mis ojos se acostumbraron a la luz de la calle, pienso. Una vez más, trato de escribir algo pero ni siquiera llego a la primera letra mayúscula. ¿Por qué esto se parece tanto a la soledad? Al menos, si no se parece, mi imposibilidad de escribir siempre invita a ese ser que le duele el desierto. Descubrirme sin talento me aleja de todo, me lleva a un lugar en el que ni siquiera hay arena a mi alrededor. Ignoro si es la suma de las dos angustias o es la misma la que se hace muerte. Entonces me acuerdo de un amor y se me olvida por qué no estoy con ella. Sirvo otro vaso. Salud, digo y brindo con la silla vacía. Mi sombra, que ya llegó a la columna, se ríe y hasta creo ver sus dientes blancos.


Termino de servir la espuma de la segunda botella. Ahora estoy seguro: soy negro. Pero sin matices, sin color ni brillo. Me paso la mano negra por el brazo negro: estoy cubierto por algo pastoso, como si la transpiración se hubiese mezclado con capas de mugre o de mi propia piel. Me levanto para ir al baño, tal vez pueda limpiarme. Cuando quiero dar un paso caigo al piso sin sentir el golpe. Trato de levantarme pero al parecer estoy más borracho de lo que creía. Me tranquilizo, tomo aire y vuelvo a hacer fuerza pero permanezco aplastado boca abajo, como si el techo y el piso fueran una misma cosa. Mi cuerpo de tan negro perdió volumen. Ni siquiera tengo espacio para llenar los pulmones y gritar. Cuando miro a mi alrededor en busca de ayuda, comprendo que todo está demasiado lejos. En la mesa que ocupaba hace unos segundos, mi sombra se pide un café, agarra mi birome y escribe con ansiedad sobre las hojas de mi novela.

6 comments:

Anonymous said...

mmm
el problema de la creación es que uno quiera terminar antes de empezar. Querer conmover antes de plasmar, querer las felicitaciones antes de las oraciones.
En fin amigo mata, relájate. Que así salen las cosas "con alma": si la dejás salir. Aflojá los músculos, llená los pulmones de aire y liberala. Pobrechita alma reprimida por tu sombra!
Vicky.

Anonymous said...

claro, seguro que el señorito no tiene talento.

mata escribi mas que estoy aburrida en el trabajo!

sacaste alguna conclusion de la ultima chocolatada?

Anonymous said...

mata, mata.... yo que ni llego a la categoria de supuesto ni de talentoso pero con los dibujos te digo que me pasa lo mismo.... consuelo de tontos, o de pocos o algo asi... tampoco los refranes son lo mio

Abandono veloz esto, por que mi sombra ya se aleja del teclado, y he de seguirla

paulenka said...

¿y esto que leemos lo escribió tu sombra?

no está mal... tal vez podrías darle espacio,

¿quién dice que las sombras no tienen alma?

Radio Gnome said...

mata llorón, L L O R Ó NNN!!!!

yo leí algunas páginas de un proyecto de novela, aquellas que inauguraron este blog.. es decir, me consta que no es PARA NADA cierto que no tienen "alma".

quizás lo que años atrás les resultaba más fácil no era crear, sino sentirse satisfechos con los resultados. quizás es que ahora ya son más grandecitos, sus respectivas neurosis están solidificaditas, y uds. un poco más quejicas.

Anonymous said...

El texto por sí solo no carece de alma, es un relato carver-joyce-cheever-chejoviano. Bastante bueno: encierra un estado de ánimo que, pese a que el autor nos habla quizás de él mismo, el texto adquiere una soberanía que lo hace una unidad delimitada, autónoma y estética.