Hoy me desperté a eso de las siete y remolonié en la cama hasta las ocho. Me levanté, fui al baño y me preparé café. Mientras desayunaba me invadió una felicidad particular, que no sentía hace como como diez años. ¿Se acuerdan cuando se levantaban un martes agarraban la mochila y salían para el colegio? En el subte, todo lo que no había hecho para ese día, el trabajo que no iba a entregar, las cosas que no había estudiado, los días que faltaban para terminar la semana martilleaban mi alma. Llegaba a estación Catedral, caminaba las tres o cuatro cuadras en un microcentro desolado, acompañado por otras sombras con mochilas. Cruzaba avenidas sin tránsito, sin sol. Avanzaba por Bolívar en una corriente a la que cada vez se sumaban más caras dormidas. Pero en la esquina antes de llegar ya se sentía que había algo distinto. El amontonamiento de gente en las escaleras resquebrajaba la cáscara que se había formado; de a poco las preocupaciones se desprendían, la espalada se erguía y la mochila no pesaba tanto. El rumor ya era sólido: no había clases.
Esa es la felicidad que siento ahora.
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