Monday, July 21, 2008

La primera vez que Buenos Aires se asomó al rincón que le tengo reservado fue en un paseo con mi viejo. Era 1984 o 1985 y manejaba un Falcon (sí, verde, se los juro). La puerta trasera de la derecha solía trabarse y cuando iba a dar la vuelta para entrar por el otro lado, mi viejo me dijo que subiera adelante. Para mí, hermano menor de cuatro, era un privilegio que casi nunca se me otorgaba, salvo cuando viajaba en la falda de mamá. Era tanta la felicidad que no me importó que el tapizado me quemara las piernas donde no me protegía el pantalón corto o que la manivela de la ventanilla se burlara de mis pobres esfuerzos. Después de andar por las calles vacías, supongo que era domingo, llegamos a una parte de la ciudad en la que nunca había estado. Estacionamos y bajamos en una plaza. Pero no era una plaza cualquiera aunque tuviera los mismos árboles y pastos secos. Aquel lugar caía en un abismo. Supongo que sería Barrancas de Belgrano, el parque Lezama o la plaza San Martín. Mi viejo me agarró de la mano y corrimos cuesta abajo. Yo, que sólo conocía la chatura del departamento en la calle Venezuela, sentía que había viajado a un país lejano para aprender a volar. Subimos y bajamos varias veces más, hasta que mi viejo se cansó y se sentó en un banco para verme correr solo. Cuesta abajo, los pasos los daba saltando y cuesta arriba debía esforzarme con piernas y brazos. Al final del día, mi viejo me invitó un helado de palito. Pero no le cuentes a tus hermanos, dijo.

Después de unos años, mi viejo me pidió que lo acompañara a hacer unas compras. Pasamos por Barrancas de Belgrano y sentí un atisbo de la felicidad de aquella tarde. Le conté todo lo que recordaba pero mi viejo ni siquiera me prestaba atención. Paró el auto, ahora era un renault 12 bordó, y bajamos. Compramos helados de palito y nos sentamos en un banco, frente a la barranca. Le pedí que sostuviera el mío y corrí cuesta abajo. A pocos metros del final, había tomado tanta velocidad que no pude mantener el equilibrio y caí rodando sobre el pasto. El dolor en la pierna no tenía nada que ver con lo que había sentido aquella tarde. Volví a subir y mi viejo se reía mordiéndose el labio de abajo. Ya estás grande para esas boludeces, dijo y me devolvió el helado que había sufrido un mordisco. Estuvimos en silencio hasta chupar el palito de madera. ¿Te conté la historia de esa calle en Naha? Antes de la guerra, había una calle que bajaba en curvas de un cerro. Era tan empinada, que la mayoría de la gente prefería hacer un rodeo de medio kilómetro antes de subir aquellos cien metros. Se decía que en aquella cuadra había una sola casa, antigua, de una familia más antigua aún, con la joven más hermosa de todo Japón. Chitose (milenaria), se llamaba. Chitose sólo salía de la casa unos minutos, una vez por semana, para leer a la sombra de los árboles del jardín. Los jóvenes, muchos del barrio pero algunos de los pueblos más lejanos de la isla, se reunían al pie y en la cima del pequeño cerro. El trayecto era tan peligroso que sólo pasaban de a uno. Se turnaban para admirar, aunque sea por unos pocos segundos, aquella hermosura legendaria. Decían que la calle estaba embrujada, que algún mago miembro de esta familia ancestral, había encerrado el espíritu de un dragón en el cerro, que aquellos adoquines eran escamas petrificadas. Cuando los jóvenes estaban por pasar frente al jardín, la pendiente cambiaba y hacía imposible permanecer en aquel lugar. Algunos decían que desde abajo, aunque el esfuerzo fuera mayor, también era mayor el tiempo que uno podía apreciar aquella piel blanquísima, los labios rojos y sus manos delicadas. Los que empezaban arriba, admitían que era más peligroso pero que al menos podían ver la totalidad de aquel cuerpo, aunque sea por un instante. Pasaron los años y cayeron bombas sobre la ciudad de Naha pero ninguna en aquel barrio. Cuando los habitantes volvieron a los escombros, descubrieron que el cerro había desaparecido junto con los adoquines y aunque la calle y la casa del jardín seguían ahí, ya nadie vio a Chitose a la sombra de los árboles.

Antes de volver a subir al renault 12, corrí una vez más pendiente abajo, cada paso más largo que el anterior.

3 comments:

Mata said...

Las mujeres hermosas siempre habitan en pendientes impinadas.

paulenka said...

Empinadas, no?

ahí estamos, matix.

Mata said...

P: sí, verdad, no sé de dónde salió esa i