Thursday, June 25, 2009

El Rey ha muerto, viva el Rey, brindaron todoas alzando sus jarras. La taberna estaba colmada de pescadores recién llegados. La jornada había sido un éxito, las rondas se invitaban unas a otras y pronto la noche llegaría a la madrugada. El hombre al que llamaban el Rey bebía en el rincón iluminado por el fuego; una mesa que nadie más osaba ocupar. Hacía años que aquel hombre se pasaba cada noche en su trono sin hablar con nadie. Todo lo que se sabía de él surgía de las historias de los viejos, que iban muriendo de a poco y pronto, así lo esperaba el Rey, ya nadie recordaría. Desde su trono miró la sombra temblorosa que dejaba sobre el techo el cráneo de la ballena. Se decía que aquélla fue la primera que cazó, que la había perseguido solo, en el mar enegrecido de noche, cuando todavía era un niño. La cabeza colgaba de unas sogas, atadas a un cabo, sujeto a un gancho empotrado en aquel rincón. Algunas noches podía verse al Rey acariciando el nudo, como si fuese el perlo recogido de alguna mujer. Pero esa noche había permanecido tan inmóvil que sus jarras parecían vaciarse a fuerza de magia. El Rey ha muerto, dijo el Rey desde el fondo de dos décadas de silencio. Tiró del cabo, el nudo se deshizo y el cráneo cayó sobre el trono.

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