Pueblo 2. Dia 3.
Nos levantamos tarde y remoloneamos largo rato. Afuera llovía y daba mucha fiaca salir. Por suerte no tuvimos resaca. Cuando al fin ganamos la calle ya era la hora de la siesta. Otra vez el problema del almuerzo, pero encontramos una gran solución. Fuimos hasta la ruta y encontramos una de esos restaurantes para camioneros. Me encantan esos lugares: buena comida, abundante y barata, ventanas a la ruta y conversaciones que dan mucha curiosidad. La chica que nos atendió sugirió carne mechada al horno: una delicia. Carne al horno (dos pedazotes por porción), agua, café: 65 p. Nos tomamos nuestro tiempo para arrancar, se sentía bien nada más estar sentados ahí mirando la lluvia.
Enfilamos para el hipódromo. Sí, Azul tiene hipódromo y cancha de polo. Una chetada, la verdad. Decía, fuimos al hipódromo que estaba medio vacío y con todas las puertas abiertas. Sólo había un par de tipos que laburaban ahí, un caballo negro que brillaba en medio del parque y otro que pasaba de vez en cuando en bicicleta paseando cuatro galgos finitos finitos. Un manjar para nuestras cámaras: los colores del otoño brillaban con la garúa. Nos separamos, cada uno por su lado con su mirada. Yo me obsesioné con un arbolito todo amarillo. Parecía pintado ahí, sobre el mismo aire. Le saqué varias fotos pero ninguna salió bien. Cuando logré mirar hacia otro lado, me encontré solo. No estaba ni el caballo, ni el paseador de perros, ni los perros ni V. Di un par de vueltas al parque pero no pude encontrarla. Me subí al auto y di otro par de vueltas: nada. Así que me quedé ahí, esperándola. Cuando empezaba a preocuparme, apareció lo más pancha y con una sonrisa divertida. Los tipos la habían invitado a sacar fotos en el establo. Claro, ahora que lo cuento parece otra cosa. Pero no. Copado los tipos y un par de fotos quedaron muy bien. La verdad que me dio un poco de envidia. Después fuimos a la pista. Una sensación extraña eso de sentarse en la tribuna de una cancha vacía. Sobre la pista estaban las huellas de la última carrera y en ese silencio daba la sensación de que éramos los únicos que no podíamos ver ni escuchar a los caballos corriendo en ese mismo momento.
Partimos en busca del cementerio, obra de Salamone. Dimos varias vueltas sin encontrarlo. Empezaba a oscurecer y la siesta nos llamaba. Así que volvimos para el hotel con el plan de ir a alguna de las funciones de teatro de la noche.
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