Pueblo 3. Día 1.
El Paraná estaba imponente. Parecía vertical de tan orgulloso. El agua estaba alta y queriendo salirse de las orillas. Hasta los cargueros parecían aún más grandes. Avanzamos despacio, como acariciando al río. O al revés. Claro, me acabo de dar cuenta de que las caricias son relativas: tal vez la mano es la que se hace acariciar por la espalda. Decía, surcábamos (siempre quise usar este verbo) las aguas del Paraná y a cada rato aparecían pescadores en sus botes; por unos segundos, realmente pocos, quedaban perfectamente iluminados. Había que fotometrear, encuadrar y enfocar a los pedos porque al segundo siguiente, el mundo quedaba a contraluz. Rubén le gritó a uno de los pescadores que nos mostrar lo que había pescado y el tipo levantó tremendo bicho del tamaño de su torso. Creo que no llegué a sacarle la foto.
Rubén nos mostró su casa en la isla, unos canales, la escuela y el jardín de infantes. Así le sacan fotos. Daba la sensación de que quería que su isla quedara registrada de alguna forma. Yo miraba todo aquello y a Rubén y sentía que el tipo nos estaba dando la oportunidad de hacer un bien. Espero haberla aprovechado.
Volvimos al muelle cuando el sol besaba el horizonte. Nos despedimos de Rubén con la promesa de alcanzarle las fotos si alguna salía bien. Nos sentamos en la orilla a mirar los últimos minutos de sol y era la postal perfecta. Todavía me pregunto cómo hizo el río para que pudiéramos ver el atardecer.
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