Tuesday, June 08, 2010

Pueblo 3 (Otamendi). Día 1.

Encontramos otras casas, algo más precarias, escondidas entra la vegetación densa. Y, de pronto, una vía. Y una Estación Ingeniero Otamendi. Tenía toda la pinta de estar abandonada. Avanzamos despacio hacia el paso a nivel; un nene que jugaba en las vías miró a los lados, como si pudiera venir un tren, y nos hizo señas de que podíamos pasar. Lo saludamos y seguimos por esa calle que te guiaba como una buena historia. Ojalá los caminos fueran siempre así, una calle que te lleva y te lleva y uno puede ir yendo sin hacer otra cosa que dejarse llevar. Sí, ya sé, ya sé. Decía, seguimos despacio y, después de una curva, la calle terminó de convertirse en un camino que atravesaba un descampado enorme. A cada lado, un canal, y más allá pastizales que se extendían hasta el horizonte. Nuestra querida calle nos había llevado a ningún lado. Avanzamos por el camino con la esperanza de que la nada se convirtiera en algo en algún momento. El camino nos dio la oportunidad de una explanada donde podíamos girar el auto. Paramos unos minutos, V sacó unas fotos y yo me quedé recostado en el asiento mirando esa tarde preciosa. Yo tenía ganas de saber qué había al final. Me daba mucha curiosidad pero tenía toda la pinta de que ahí no había nada. Decidimos volver. Otra vez nos encontramos con el nene. Disculpame, ¿a dónde lleva el camino? Hacia el río. Al parecer, la ansiedad nos había ganado una batalla pero no íbamos a darnos por vencidos. Otra vez una media vuelta, el nene volvió a cuidarnos del tren y nosotros volvimos a la historia que no tendríamos que haber abandonado. Después de unos minutos de avanzar en línea recta empezamos a ver grupos de nenes que pescaban en los canales y entonces sí el agua marrón del Paraná y el sol radiante sobre el horizonte. ¿Íbamos a ver el atardecer sobre el río? ¿Cómo era posible si estábamos del otro lado? Estacionamos y disfrutamos un poco del paisaje. Había sólo tres construcciones y una bajada para la balsa. Las tres construcciones eran de madera y estaban alzadas sobre pilares. Una de ellas parecía un almacén y a V le dio hambre. Subimos los escalones y caminamos sobre esos tablones que sonaban a cansados. Nos atendió una mujer. Simpática ella, aunque era difícil entender lo que decía. Lo que sí entendimos fue que nada de sánguches ni ninguna otra cosa que hiciera de almuerzo. La segunda construcción estaba vacía y en la tercera había un cartel que prometía salidas en lancha pero nada de comida. Debajo del cartel, sentado en de cara al sol, había un tipo tomando mate. Cuando nos alejábamos resignados, volví a mirar al tipo. Había algo en su pachorra que me atraía. Yo quiero tomar mate ahí, le dije a V. Así que volví. Disculpame, ¿puedo subir a tomar un mate? Con la cabeza me señaló una escalera empinada. Subí. Pero qué bien. Buenas, ¿qué tal? Me llamo Maxi. Rubén. Me senté en la silla que quedaba libre. Y saqué mi propio mate. Disculpame, es que me gustan amargos. Está bien, acá todo el mundo lo toma dulce. Ese primer mate salió tan rico. Al rato subió V. Rubén se paró y le ofreció la silla en que estaba sentado. No, está bien, me siento en el banquito. No, sentate acá que tiene respaldo. Así que nosotros estábamos en las mejores sillas de la casa. ¿De dónde vienen? De capital. ¿Están paseando? Sí, y sacando fotos. ¿Puedo sacarle fotos? Asintió como diciendo claro, qué más da. A mí no, dijo un nene que apareció de la nada y a la misma velocidad se metió por una puerta, salió por una ventana y saltó tres metros a tierra firme. Charlamos un poco, tomamos mate y sacamos fotos. El tipo transmitía paz. Rubén vivía en la isla de en frente y venía a trabajar de lanchero los sábados, cuando el dueño del lugar, adventista él, estaba en la iglesia. Si quieren puedo llevarlos a dar una vuelta en lacha. De onda. ¿Quieren? Sí, claro. Así sacan fotos. Sí, dale. Una hora más o menos. Sí, vamos. Corrimos a buscar abrigos y volvimos. Rubén nos subió a una lancha que tenía tres asientos: una silla de mimbre, una silla de jardín y una caja.

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