Wednesday, February 28, 2007

Estoy escribiendo un artículo sobre las tintorerías japonesas y necesitaba un lado más verdadero, así que me escribí esto para ver si podía aportar algo. Estaba a la espera de una foto adecuada para subirlo al blog, pero creo que eso va a tomarme mucho tiempo, así que ahí va.

Mi abuela, como muchos otros japoneses de la época, tenía una tintorería al frente de su casa. Cada mañana mi viejo me dejaba ahí porque tanto él como mi vieja trabajan todo el día hasta casi la noche. Como decimos en mi familia, fuimos criados a control remoto. Por lo general, mi abuela todavía dormía cuando llegábamos con mi hermana. La casa, habitada por unas cincuenta plantas, estaba en silencio a esa hora. Entonces subíamos la escalera altísima y empinada que llevaba a su cuarto. Muchas veces le cantábamos para que se despertara. ¿Se imaginan, a esos dos mocosos, los mismos de la foto de ahí abajo, que empiezan a gritar (porque seguro que eso no sonaba para nada a un canto) para despertarnos? No sé cómo mi abuela nunca nos empujaba por la ventana. A eso de las 7.50 siempre la ayudaba a tirar de una cadena que subía la cortina de metal. Pasé mucho tiempo de mi vida en la casa de mi abuela. Obachan, la llamábamos, que quiere decir abuelita en japonés. Claro que durante años pensé que ése era su nombre. El negocio era enorme, atravesado por caños donde se colgaba la ropa y otros caños por donde pasaba el vapor, también había dos máquinas cuadradas que ocupaban varios metros y que en su frente tenían pintado "Hoffman". Algo que siempre me pareció curioso, porque mi abuela las llamaba tombler y porque una compañerita mía de primaria tenía ese apellido. El espacio que quedaba entre esas máquinas y la pared era para mí como un territorio oculto, como el bosque oscuro. No sé cuántos juguetes habrán quedado abandonados en ese lugar. El piso estaba cubierto por grandes baldosas negras con piedritas blancas que brillaban a cierta hora de la tarde, justo antes de que mi viejo me pasara a buscar; a un costado, una de esas planchas que parecen una boca de labios enormes, llena de pedales y palancas. Al frente, un mostrador largo de madera, que ocultaban al cliente boletas,
biromes, cajas y perchas de madera con el nombre de la tintorería, The Japan. A un lado, una especie de mueble de donde colgaban grandes láminas de papel madera. La tintorería estaba sobre calle Avellaneda al 400, ahora hay un almacén chino. Para entrar había que subir un pequeño escalón que nivelaba la pendiente que tiene Avellaneda a esa altura. Solía pasar horas ahí sentado, viendo a las hormigas atravesar los valles y montañas de aquellas baldosas amarillas. Cada mañana, mi abuela encendía la caldera, un cilindro alto y negro con un sombrero y unas patas cortitas. Los tubos salían de su espalda y llegaban a esa boca enorme. Con apretar un pedal, el vapor salía de los mismos labios que se hinchaban por la presión. Incluso los días de calor insoportable, el negocio se llenaba de vapor que se te pegaba a la piel. Todo se impregnaba de olor a vapor que, aunque se supone no tiene olor, lo llevo grabado en la pared más profunda de mi cabeza.

2 comments:

paulenka said...

a mi no me suena a trabado... me gusta, me sitúa, me recuerda a gaijin, me enternece también...

pirulo!

Karahana said...

No se si a gaijin, me suena mas a nikkei ivendo a su obachan bastante mucho. Me parece que tu Obachan debe haber venido mas o menos para el tiempo en que vino mi sensei. La cual obviamente tambein tuvo una tintoreria jajaj, cosas que pasa, historias que se repiten.