Monday, January 12, 2009

Era sábado a la tarde de una primavera que recién empezaba. Los árboles todavía estaban desnudos y aquel día hacía un frío de cagarse. Alo Matiz, ¿estás ocupado? Claro que no, para ella (vamos a llamarla Andrea aunque no sea la misma Andrea de siempre) nunca estaba ocupado. Nos encontramos cerca de su casa, en paternal. No había nadie en la calle, la ciudad parecía nuestra. Caminamos hacia Parque Chas, conversamos de a ratos, me gustaba compartir el silencio con ella. Anduvimos por una calle que nos devolvió a una esquina por la que ya habíamos pasado. Era una calle que se cruzaba con sí misma. No puede ser, es perfecta, dijo Andrea y se sentó en el cordón con una expresión de abatimiento, como si realmente lo considerara imposible o perfecto. Me senté junto a ella, el cordón estaba frío. No puede ser, Mata, no puede ser, me dijo y me miró con esos ojos pardos que daban ganas de llorar. Empezamos a caminar de vuelta. A la derecha, una puerta negra tenía una de sus hojas abiertas. El pasillo que mostraba era largo y oscuro pero al final podía distinguirse una escalera iluminada por el sol. Agarré la mano de Andrea y crucé la calle. Entramos por la puerta abierta y avanzamos por el pasillo. Una mujer con los pelos blancos despeinados nos miró pero no dijo nada. Llegamos a la escalera y subimos. Eran escalones altos que obligaban a un esfuerzo, a medida que ascendíamos el sol calentaba un poco. Al final había una puerta verde entreabierta. Empujamos y nos dio paso a la terraza. El piso plateado devolvía un reflejo insoportable. Nos asomamos a la baranda. La ciudad de siempre hacía una espiral, un remolino que nos había atrapado para dejarnos ahí. La expresión en la cara de Andrea cambió de a poco hasta llegar a una sonrisa. Gracias, Matiz.

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