Monday, July 30, 2007
Ella es Asako, una amiga japonesa. Conversamos de muchas cosas, entre ellas, acerca de nuestra adolescencia. En japón, la etapa más exigente de la vida es la niñez y la juventud. Ya desde la primaria y hasta finalizar la secundaria, los chicos sufren una gran presión. En la primaria, hay que ser buen estudiante para poder entrar en una buena secundaria; en la secundaria, hay que ser buen estudiante para poder entrar en una buena universidad. Sólo si entraste en una buena universidad te podés relajar. Después, todo está tan ordenado que es casi automático el conseguir un trabajo en una de las tantas megacorporaciones. Claro que tu trabajo no va a tener nada que ver con lo que estudiaste. Ahora tal vez no tanto, pero hasta hace diez años, era probable que a los 22 años uno empezara a trabajar en la misma empresa de la que se iba a jubilar.
En fin, toda esta explicación para contarles que, según Asako, yo en japón hubiese sido visto como un chico malo. El rebelde al que todos los demás estudiantes hubiesen visto como la manzana podrida. Porque para la percepción de la sociedad de ese país, ser buen estudiante, buen ciudadano y buena persona están directamente relacionados. Al parecer no importa que un buen estudiante pueda ser un hijoputa que sólo espera la oportunidad de cagar a los demás, porque hace lo que la sociedad espera que haga. Sí, lo sé, esto pasa en todo el mundo pero supongo que este orden se potencia en un país recontrasuperpoblado, sin recursos propios y con la segunda economía del mundo. Por suerte mi amiga Asako no quiere vivir más en Japón.
Friday, July 27, 2007
Todos tenemos que tener las mismas oportunidades porque todos somos seres humanos: eso es democracia, armonía y justicia. Pero decir que somos todos iguales y quedarse en esas palabras es sólo hacerle más fácil el trabajo a quienes nos quieren encajar a todos el mismo celular.
Ahora, porque tengo todavía algo de esa cultura por mis venas, sé que los japoneses se toman la danza de una forma distinta a los argentinos y también sé que la mitad del auditorio no conocía la música que sonaba en ese momento. Con "reticentes" me refería a que no van a bailar cualquier cosa. Por eso me alegré al ver a la gente bailando, porque me di cuenta de que los parraleños eran tan buenos que llegaron al núcleo de la música, ese núcleo que desarrolló el baile en todas las culturas, aunque de manera distinta.
Yo soy argentino decendiente de japoneses y me gusta bailar.
Thursday, July 26, 2007
Wednesday, July 25, 2007
Sábado por medio, me levanto con toda la noche del viernes encima, me baño, como algo y salgo en bicicleta para la práctica de Kung Fu. Lo hago de forma casi automática, como cuando iba al secundario. Tan automática era que una vez me desperté asustado porque me había quedado dormido, me vestí, bajé las escaleras de casa, vi a mis viejos en la cocina (¿qué hacen todavía en casa?) y corrí las seis cuadras hasta el subte. Cuando bajaba al andén me pregunté por qué había tan poca gente, hasta que comprendí que era sábado. Cuando volví y abrí la puerta de casa, toda mi familia se meaba de la risa. En fin, cuando practico kung fu los sábados y estoy a punto de desmayarme por la combinación de excesos, pienso que es el sexto día seguido de entrenamiento, que dormí cinco horas, que bebí demasiado y me pregunto qué mierda estoy haciendo ahí. Entonces, gracias a la meditación Zen, comprendo que todo se debe a que se ha sumado otra semana de no coger.
Tuesday, July 24, 2007
Salinger nos muestra cómo sus personajes intentan algo, sus voluntades llegan a realizar un gesto pero que por falta de timing, de intensidad o de determinación sólo son percibidos por ellos mismos. Eso hace que queden en la intención y que no afecten el argumento sino sólo a sus almas, raíces que no crecen hacia la tierra o el cielo sino hacia el interior de ellos mismos. No cambian en nada la historia, sólo nos dejan la sensación de una soledad, dolor, tristeza o, pocas veces, una felicidad mayor.
No sé, tal vez Salinger, ermitaño perdido en el bosque, hace esto para demostrarnos que la compañía es sólo una ilusión.
En fin, todo esto para advertirles que suelo homenajear (a veces conciente, otras inconcientemente) a este gran escritor con pequeños plagios, acciones imperceptibles y gestos mínimos.
Monday, July 23, 2007
"cumbia poder"
Punto y aparte para los Parraleños. Son muy buenos. Casi todos sus temas son covers en ritmo reaggae cumbiero metaloso de otros temas conocidos para cuaqluiera que tenga más de veinte años (a veces se necesitan por los menos treinta). La banda suena bastante bien (algo que me sorprendió) y el tipo canta bien, además de tener carisma. Pero lo que hace que todo funcione es que creen en lo que están haciendo: se visten de kimono, con cinturón de tachas; se maquillan a lo kiss y llevan pelos largos largos; le ponen actitud y cuando están arriba del escenario son LA BANDA DE CUMBIA METAL SAMURAI. Un hecho que resume bastante lo que quiero decir: la mayoría de los concurrentes eran japoneses o decendientes de, personas reticentes a la hora de bailar pero que en los últimos temas bailaban la cumbia, el reggea y el metal como si lo escucharan de toda la vida.
Friday, July 20, 2007
Wednesday, July 18, 2007
PD: sé que el soporte le quita toda la onda pero de todas formas dejo Seda y Ciudades Invisbles en marxisismo.
Tuesday, July 17, 2007
La alegría es líquida, la felicidad es sólida.
Hacía una hora que escuchábamos música. Aquel bar de Callao tenía una computadora en cada mesa con miles de discos grabados y dos auriculares: un buen lugar para llevar a una chica. Casi sin hablarnos, con Andrea nos turnábamos para elegir los temas. La porción de torta de chocolate y chocolate nos duró un café con leche, un café doble y dos cortados. Salinger dice que la alegría es líquida y la felicidad sólida, dije. Esto es como tener todo junto, comenté al tiempo que comía un poco de torta y tomaba mi café. Andrea no parecía escucharme, agarró mi zippo de la mesa y encendió un cigarrillo. Yo había puesto un tema de Gieco que me recordaba un verano que pasé con mi familia en San Bernardo. Por alguna razón, de Ushuaia a la Quiaca era el único casete que habíamos llevado. Andrea escuchaba con atención y parecía mirar algo detrás de mí. Giré pero no había nada más que gente, autos y la plaza. Casi sin dejar que terminara el tema, puso otro de Gieco, del mismo disco. De pronto, ya no se escuchó música y Andrea se quitaba los auriculares. Me hace acordar a mi vieja, dijo. En ese tiempo sabía que la relación con la madre era compleja, dolorosa y llena de pequeñas violencias. Pero no sabía mucho más y tampoco estaba seguro de querer enterarme. ¿Vamos?, dijo, estoy un poco aturdida. Pedimos la cuenta, juntamos las cosas y cruzamos a la plaza.
Nos sentamos en los escalones de mármol del monumento. Ella tenía esa mirada que empezaba a conocer: sus ojos marrones parecían grises de tan duros y fríos. Ahora yo me sentía aturdido. Ya vuelvo, dije y crucé al kiosco. El tipo que atendía ni siquiera se daba cuenta de que había sacado un agua de su heladera, no dejaba de hablar con dos pendejas, las dos hermosas, las dos con risas insoportables,. ¿Quién me manda a meterme con esta mina?, me pregunté mientras miraba hacia el monumento. Comprendí que estaba enojado y encima tenía que esperar que ese boludo me hiciera caso. Respiré profundo y traté de calmarme. Miré al tipo, a las chicas, la calle y otra vez al tipo: dudé si llevarme la botella sin pagar. Que se mate, yo me voy, me dije. Un peso, dijo cuando estaba a punto de decidirme. Caminé despacio por la plaza, necesitaba tiempo, necesitaba respirar. Varios metros antes de llegar, vi que Andrea buscaba algo en mi mochila. ¿Qué buscás?, pregunté. El encendedor, respondió sin dejar de revolver mis cosas. Acá, dije y le pasé el zippo que guardaba en mi bolsillo. Sabés que no me gusta que revisen mis cosas. No sé por qué dije eso. En realidad no me importaba y nunca le había dicho nada por el estilo. Perdón, no sabía, necesitaba fumarme un pucho. Aunque parecía a punto de llorar no pude dejarlo ahí. Bueno, ahora sabés, dije para no abandonar mi estupidez en una sola frase. En silencio, dio una pitada al cigarrillo. Me senté en el escalón, a una cartera y una mochila de distancia. No tenías por qué decírmelo así, dijo y las lágrimas le daban toda la razón.
Agarré mi mochila y me levanté. ¿Te vas?, preguntó ella cuando estaba a punto de despedirme. Sus ojos ya no parecían grises, sino de ámbar. No, no quiero irme, dije y abrí mi mochila. Primero saqué los tres libros que estaba leyendo en esos días y los dejé en el escalón. También saqué la cámara y el cuaderno, las biromes que guardaba en el bolsillo, monedas, envoltorios vacíos, papeles, volantes, llaves, hasta dar vuelta la mochila y dejar que cosas que había olvidado o que creía perdidas cayeran al piso. ¿Qué llevás en la cartera?, pregunté. Ella, los ojos que dudaban entre la risa y el llanto, dio vuelta su cartera: celular, maquillaje, atado de cigarrillos, agenda, libro y un encendedor cayeron sobre el escalón de mármol. Tenías un encendedor, dije. Andrea se decidió por la risa. Después de separar la basura de las cosas útiles, comencé a guardar mis cosas en su cartera. Era una tarea difícil, pero por suerte en aquella época ella usaba una cartera grande de cuero. Sólo la cámara quedó con el lente el aire. Andrea guardó sus cosas en mi mochila y se la puso al hombro. Qué incómodo que es usar cartera, dije y caminamos hacia una zona de la plaza donde había sol y pasto verde. Por ahora, dijo ella y me tomó del brazo, me conformo con una felicidad líquida.
Monday, July 16, 2007
Sunday, July 15, 2007
Saturday, July 14, 2007
Micro cuentos:
Nunca entendí por qué me dejó su mate. Ella lo quería mucho, yo lo odiaba. Ahora no puedo dejar de usarlo.
De rodillas, aquel hombre me pidió perdón. Piedad, reclamaba. Pero yo, atado y amordazado, no pude aliviar su pena. Cuando me clavó el cuchillo sus lágrimas me entristecieron.
Lo saludé a él, después a ella. Te quiero, le dije al oído. Sólo quedaba salir de ahí, para dejarme solo.
En fin, mi aporte a la asquerosa postmodernidad.
Friday, July 13, 2007
Wednesday, July 11, 2007
Acá les presento a la chica, Marie Digby:
Tuesday, July 10, 2007
Continuamos con el cuento de la vecina. Hubo algunos cambios en el primer párrafo así que lo vuelvo a poner.
Conocí a Mariela en el ascensor de nuestro edificio. Hacía pocas semanas que me había mudado y todavía era amable con todos los vecinos. Abrí las dos puertas tijera de metal negro y esperé que levantara la rueda delantera de su bicicleta y la acomodara en un espacio reducido. No va a entrar, pensé pero era obvio que ella vivía en aquel lugar desde hacía más tiempo que yo, y que conocía los rincones más coloridos. Después de un par de movimientos, giró sobre sí misma, me miró, la mancha rosada que cubría más de la mitad de su cara también me miraba, y dijo: - Entramos los dos. Quise no pensar en su cara, no preguntarme hasta dónde llegaría ni si le dolía o si la piel de ese color se sentía diferente. De todas formas, durante los cinco pisos de recorrido no hice otra cosa que buscar una carambola en el pequeño espejo alargado de las esquina del ascensor. Ella tarareaba un tema, tal vez Calamaro. Abrí las puertas con demasiada fuerza, salí al hall y me aparté para que ella sacara la bicicleta. Gracias, dijo. Quise esperar a ver en cuál de los cuatro departamentos vivía, pero los segundos comenzaban a excederse. Chau, dije al fin. No me escuchó, llevaba auriculares puestos.
Abrí los ojos y miré la biblioteca, el sol leía a los latinoamericanos: todavía era temprano, o al menos no era tarde. La hora límite estaba marcada por un diccionario Larousse de tapas blancas: cuando los rayos del sol llegaban a este punto eran pasadas las once. Antes estaban los latinoamericanos y la madrugada la habitaban los clásicos. El límite entre podría levantarme y ni a palos me levanto estaba marcado por Cuentos Completos de Julio Cortázar y Obras completas de Oscar Wilde, dos libros gordos y bien visibles. Los otras obras en los estantes de abajo sólo cumplían su función de libros. Me levanté con cuidado de no despertar a B. En principio podría parecer una tarea fácil, pero en ese tiempo todavía usaba un colchón de dos plazas tendido en el piso del cuarto, contra una de las esquinas. Por alguna razón, en los meses que llevábamos de conocernos, se había establecido que mi lado de la cama era contra la pared. Algo, como mínimo, mal analizado si se piensa que yo siempre me despertaba a mitad de la noche y me levantaba antes. Me incorporé despacio, caminé por la cama, con cuidado de no pisar ninguna parte del cuerpo de B., que cada noche insistía en arrinconarme, y al fin llegué a tierra firme. Salí del cuarto.
Era más temprano de lo que creía, tal vez era tiempo de reacomodar la biblioteca. La cocina no tenía puerta ni pared que la separara del resto de la casa. En ese momento pensé que al menos debía poner una cortina, para evitar que una de las primeras imágenes de las mañanas fuera el desorden y los platos sucios de la cena anterior. Caminé hasta el baño para mear y lavarme los dientes. Una de las mejores cosas de aquel departamento era que cada espacio tenía su ventana y que estaba en el último piso del edificio, donde la luz llegaba hasta que caía la noche. Volví al cuarto en busca de un pantalón y de una remera. Me vestí sentado en la cama del otro cuarto, que siempre estaba vacío. Cuando me mudé, pensaba que ahí iba a estar mi estudio -computadora, libros, escritorio- separado de mi habitación. Al final puse todas mis cosas juntas, tal vez no estaba listo para disponer de tanto espacio. Me puse las zapatillas y salí de casa.
Cuando llegué abajo, del otro ascensor salía Mariela. Buen día, dije. Hola, dijo ella y cerró las puertas. La mancha era, en aquella mañana, una laguna rosada con un brillo violento. El contrate con uno de sus ojos, recién entonces me daba cuenta de que eran azules, saturaba aún más el color. Comencé a caminar por el pasillo larguísimo. Al fondo, a través de las dos puertas vidriadas, se veía la calle, la gente y los autos. Sin darme vuelta, escuchaba sus pasos a pocos metros. Pasos suaves, no de zapatos. Llegué a la primera puerta y abrí para dejarla pasar. Gracias, dijo. Abrió la puerta de calle y salió. Comenzó a caminar hacia el mismo lado que yo me dirigía. Por alguna razón, pudor acaso, ¿pudor de qué?, reduje el paso para dejar unos metros entre nosotros. Dobló en la misma esquina que yo y entró en la panadería a la que yo quería ir. La atendieron primero. Pidió pan y bizcochos. Pagó, le trajeron el vuelto y me preguntaron qué iba a llevar. Chau, dije a Mariela. Si me seguiste hasta acá, dijo, al menos voy a esperarte. No, no te estaba siguiendo, comencé a explicarme pero por suerte me callé. Pedí media docena de facturas: dos churros con dulce de leche y cuatro de hojaldre con dulce de leche.
Volvimos juntos. Allá, a una cuadra, su dedo señalaba hacia Medrano, tenés Las Violetas. Las facturas son más caras pero valen la pena, dijo y estaba seguro de que la laguna había vuelto a cambiar de color. Entramos al edificio. El otro día te vi con una cámara, ¿sos fotógrafo?, preguntó. No, dije, no todavía. Quise saber dónde me había visto, qué hacía ella ahí, si cuando no se miraba en el espejo sentía aquella mancha, en qué departamento vivía, cómo se llamaba. ¿Cómo te llamás?, preguntó. Yo me llamo Mariela, dijo. Subimos al ascensor, la luz de la mañana que se filtraba por las ventanas y el enrejado parecía de algodón. Mirá esto, dije. Apagué el interruptor de la luz y mientras subíamos, los rayos del sol avanzaban como si el tiempo saltara una y otra vez sobre un disco rayado. Ella extendió su mano en un intento de atrapar aquellos fantasmas, hasta que el ascensor se detuvo en el quinto piso. Me sonrió, abrió las puertas y buscó sus llaves. Que tengas un lindo día, dijo.
Cuando llegué a casa B. salía del cuarto. ¿Qué hora es?, miró el reloj colgado en la cocina. ¿Por qué no me levantaste?, dijo y entró apurada al baño. Te dije que me levantaras, su voz se deslizó justo cuando cerraba la puerta. Soplé el aire que pensaba usar para responderle. Dejé la bolsa con las facturas en la mesada y puse agua a calentar. El calefón se encendió al tiempo que el sonido de la ducha salía del baño. Encendí la computadora que hacía años se sacudía como un lavarropas. Un golpe en uno de los lados la silenció por pocos segundos. Volví a la cocina, cambié la yerba del mate y tiré el agua fría del termo. Abrí el paquete de facturas y elegí una de hojaldre. Estaba deliciosa. No creo que las de las Violetas sean mejores, dije. Puse la bombilla en el mate y agregué lo último que quedaba de miel. ¿Me pasás una toalla?, B. gritaba desde el baño.
Llevé el mate, el termo y las facturas a la mesa del comedor. Desde la ventana podía verse la avenida y el movimiento perezoso de un sábado por la mañana. El churro no era tan bueno como la factura de hojaldre. Después de considerar si el esfuerzo valía la pena, fui a la cocina a buscar el pote de dulce de leche. En ese momento, B. salía del baño. Buen día, dije, atento a sus piernas desnudas, bombacha blanca y musculosa negra. Hola, dijo y entró al cuarto. Volví a la mesa, me senté y puse dulce de leche extra sobre el churro. Serví un mate que tomé despacio. En el cruce de la avenida, cinco colectivos trataban de adelantarse por un espacio donde apenas cabía uno. Los bocinas comenzaron a sonar a los pocos segundos. Serví otro mate y se lo llevé a B., que se maquillaba sentada en la cama. ¿Estás bien?, dije. Sí, estoy bien, dijo mientras me devolvía el mate. Bueno, ¿entonces qué te pasa? Era tarde cuando me di cuenta de que en realidad no quería saber. Nada, dijo. Me apoyé en el marco de la puerta, B. sostenía el delineador cerca de su ojo. No llego al casting. Nunca entendí cómo las mujeres hacían para no cerrar el párpado. Bueh, no es tan grave, le aseguré. Para vos nada es grave, dijo. Volví a la mesa, me serví un mate y terminé de comer el churro con extra dulce de leche.
Ayer flashié varias horas junto a la ventana: nevaba en buenos aires. Justo el otro dí ahabía ido a la muestra de Oesterheld que hay en la biblioteca nacional. No sé si se acuerdan o lo leyeron, pero la invasión alienígena empieza con una nevada zarpada en buenos aires. Toda esa belleza antes del cataclismo. De eso hablaba con Moi: si viene el cataclismo que al menos sea con belleza. Algo que me hizo recordar Bananafish, un cuento de Salinger (el que no lo haya leído, no siga porque voy a contar el final), donde hay una escena preciosa de un tipo que juega con una nena en la playa antes de que vaya a su cuarto de hotel a pegarse un tiro. Siempre me pareció (acabo de releerlo) que el protagonista no logró soportar tanta belleza.
Otra cosa que vi en ese cuento es que el protagonista es Seymour, hermano de los protagonistas de otras dos novelas de Salinger, hermano que se menciona una y otra vez, al que todos idealizan pero que nunca hace acto de presencia salvo a través de sus cartas, poemas o diario. Creo que voy a hacer homenaje (plagiar) esa metaestructura. Que los protagonistas de un cuento sean personajes no presenciales de otro, que influyan en el argumento aunque no estén en la escena.
Thursday, July 05, 2007
Conocí a Mariela en el ascensor de nuestro edificio. Hacía pocas semanas que me había mudado y todavía era amable con todos los vecinos. Abrí las dos puertas tijera de metal negro y esperé que levantara la rueda delantera de su bicicleta y la acomodara en un espacio reducido. No va a entrar, pensé pero era obvio que ella vivía en aquel lugar desde hacía más tiempo que yo, y que conocía los rincones más coloridos. Después de un par de movimientos, giró sobre sí misma, me miró, la mancha rosada que cubría más de la mitad de su cara también me miraba, y dijo: - Entramos los dos. Fueron cinco pisos de buscar una carambola en el pequeño espejo alargado de las esquina del ascensor. Ella tarareaba un tema, tal vez Calamaro. Abrí las puertas con demasiada fuerza, salí al hall y esperé que ella sacara la bicicleta. Gracias, dijo. Quise esperar a ver en cuál de los cuatro departamentos vivía, pero los segundos comenzaban a excederse. Chau, dije al fin. No me escuchó, llevaba auriculares puestos.
Monday, July 02, 2007
Hacía un tiempo largo que no me pasaba: dormí once horas seguidas. Otra vez soñé con estar en en otras tierras. Es obvio que necesito viajar, agarrar una mochila y despegar. Ya veremos. Por ahora toy aprendiendo a disfrutar de leer en la compu, disfrutar de esos viajes que dan un poco de aversión de tan digital, pero que igual funcan. Está muy bien levantarse, prepararse un café, leer una par de noticias importantes y mecharlas con un cuentito de Chejov. Es como si los grosos de la literatura te explicaran la actualidad mientras te recuerdan que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.
(Nota mental: bajar a Nabokov.)
En fin, releyendo estas pocas línes me doy cuenta de que a esta hora no puedo coordinar ideas, así que mejor lo dejo así.
PD: si se les ocurre autor o libro indispensable, lo pueden mandar a marxisismo y dejarme un comentario para que yo lo baje y lo mande.
Sunday, July 01, 2007
y échate a morir.
"la mayoría de los concurrentes eran japoneses o decendientes de, personas reticentes a la hora de bailar pero que en los últimos temas bailaban la cumbia, el reggea y el metal como si lo escucharan de toda la vida
!!!!!!!!!!!!!??????????????????????????????
me suena autodiscriminativo.
12:10 PM
jaja, autodiscriminatorio.
perdon, es que los japoneses tratamos de hablar el castellano como si fuera nuestra lengua!!
12:11 PM