Wednesday, April 26, 2006

La ventana refleja un atardecer rojo. Por una vez la cámara está cargada con película color, pienso y la busco: en el cuarto, en la cocina, en el hall, en el comedor, en el cuarto, en el comedor. Mierda, ¿dónde la dejé? El teléfono suena con insistencia, como si fuera mi vieja. Miro la cámara que descansa jutno al teléfono que no deja de sonar. Odio cuando la vieja tiene razón. Busco las llaves de la terraza, agarro la cámara y salgo al pasillo. Subo las escaleras y abro la puerta. El cielo surge de un incendio enorme: el mundo se prende fuego. No hay ángulo para una buena foto y cada segundo el incendio se transforma en brasas. Una escalera de metal lleva hasta otro techo. Me cuelgo la cámara al hombro y subo. El óxido que se siente como harina gruesa me pinta las manos de un rojo muerto. Llego arriba pero tampoco hay un buen ángulo. Miro alrededor y veo otra escalera que sube hasta el tanque de agua. Vuelvo a colgarme la cámara, agarro con fuerza los peldaños y subo. Miro a través del visor: un poco más a la derecha, más, un poquito más. Mierda, ese puto edificio. Bajo la cámara. Mi pie apoyado en el borde del tanque de agua, los cordones desatados cuelgan por sobre el pulmón del edificio: una garganta negra de nueve pisos de altura exige mi alma. Podría saltar.


Me cuelgo la cámara al hombro y contemplo el atardecer desde el ángulo perfecto.

1 comment:

Mata said...

Sí, desespera no poder compartir. Así que agradezco que el Chopin te haya expulsado.