Sunday, May 07, 2006

Siempre digo que una forma para escribir bien (con alma) es salir a la caza de los miedos. Escribir algo que no queramos enfrentar, buscarlo y perseguirlo. Así se logra profundidad además de crecimiento. Claro que es difícil, muchas veces imposible. Yo tengo miedo a ser cobarde y a que los demás sepan que soy cobarde. Entonces me fuerzo a ser algo valiente y hago todo lo posible para que nadie se percate de mi cobardía. Al relatar todas las veces que tuve miedo, que me cagué, que no tuve los huevos para, me siento algo más liviano. En la ficción puedo ser todo lo valiente que quiera.

Dejo un relato que acabo de escribir.

El guerrero avanzaba entre casas de fuego, sus huellas se hundían en el recuerdo de cada uno de los prisioneros. Mientras buscaba el lugar más calido donde sentarse se encontró con la mirada de un mendigo, el único hombre que no había bajado la cabeza a su paso. La fama del guerrero había derrotado todas las defensas semanas antes de que su ejército llegara desde las montañas. Se decía que era capaz de cortar siete cabezas en un solo movimiento de su sable. Había sido un súbdito del Emperador, el más valiente y fiel pero, luego de una batalla que apenas se recuerda en la historia, se refugió en las montañas durante años. Hasta que una noche decidió bajar a un pueblo. Entró a la taberna y pidió una botella de licor. Quienes lo vieron aseguran que temblaba de frío, que murmuraba en voz baja y que su pulso errático sólo le permitía beber de a pequeños sorbos. Un empleado quiso cobrar la botella que el guerrero había bebido palabra por palabra pero la única respuesta fue que trajeran otra botella. Cuando se acercó el tabernero, su cabeza terminó de exigir la paga separada de su cuello. Aquella noche, el guerrero bebió frente al fuego que hizo con las sillas y muebles del local. A partir de entonces sus incursiones por los pueblos de las montañas se hicieron frecuentes. Otros hombres se unieron a él para aprovechar el terror que provocaba su sola mención. Se dice que no hablaba con ninguno de ellos, aunque su ejército ya contaba con varias decenas. El invierno atrajo al guerrero a las casas de madera. Para evitar saqueos y violaciones, se organizaron defensas, se contrataron mercenarios, se abandonaron pueblos enteros. Aunque sus hombres saqueaban y violaban cuando tenían la oportunidad, se sabía que el guerrero sólo disfrutaba de la bebida y del calor que emanaba de las casas incendiadas. Caminaba por el pueblo en busca de seis o siete casas que estuvieran cerca una de la otra, prendía fuego a sus vigas y se sentaba en el centro de aquella fogata digna de su fama.

Ahora, frente al mendigo, sentía cómo su sangre helada lo congelaba desde adentro. Se frotó los brazos con furia, las manos desnudas buscaron brazas que pasaba por su cuerpo. Los músculos congelados no le permitían moverse, no podía huir. El mendigo se puso de pie sin dejar de mirar los ojos que reflejaban un fuego azul. Detrás de aquellos años reconoció al súbdito del Emperador, a su compañero de armas, al guerrero imbatible que, en una batalla que nunca fue historia, lo abandonó para esconderse entre una montaña de nieve. En aquel momento, el mendigo recordó la mirada del cobarde.

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