A través del polvo, el sol tensaba cuerdas de luz mientras la camioneta se sacudía con sonidos de dolor metálico. Hacía seis horas que avanzábamos por aquel camino que sólo el conductor era capaz de distinguir de la tierra seca cubierta de arbustos espinosos. En el mapa que me habían dado en la empresa, se dibujaba una clara línea recta de color azul que indicaba un trayecto asfaltado de no más de dos horas hasta un pueblo con un arroyo. La camioneta se detuvo, el conductor bajó y rogué que no se hubiera roto nada. Bajaron los otros dos pasajeros: la mujer se alejo unos pasos a la derecha y el hombre hacia la izquierda. Si quería evitar verlos, sólo me habían dejado el frente. Una línea sinuosa comenzaba a dibujar la cordillera que se levantaba a cientos de kilómetros; sobre ella, largas pelusas blancas, las únicas nubes en aquel cielo enorme. La mujer y el hombre esperaban afuera, del lado de la sombra tan angosta que los obligaba a pararse rectos, pegados a la camioneta, y en silencio compartieron un cigarrillo mientras el conductor cargaba el segundo bidón de combustible. Busqué en el bolso la botella de agua. Bebí un sorbo y dejé caer lo que quedaba en mi cabeza. Sabía que en dos minutos estaría otra vez seco. El conductor y los pasajeros se ubicaron en sus asientos, hice un bollo con una remera que puse entre mi cabeza y la ventana y traté de dormir.
Dejo Río Ancho de Paco de Lucía con Al Di Meola y John Mclaughlin. Relajate y disfrutá.
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