No me gané el concurso de Knorr Suiza. Mi cuento del cocinero no ha convencido al jurado así que acá se los dejo. El primer premio lo sacó el compañero Hernán Vanoli. A pesar de que Vanoli escribe muy bien y de que estoy que seguro de que creó un cuento de la puta madre, me carcome una envidia jugosa. Todos esperamos que el compañero nos compense (porque seguro que algo nos debe) con una alta fiesta de bebidas espirituosas.
Felicidades Vanoli. Aunque ahora te odio, estoy contento de que te lo hayas ganado.
Peperoncino
Cuando cruzaba el hall central de Constitución, sonó el celular con un mensaje: ¿Nos vemos?, preguntaba Nati. Miré el reloj de la estación, ya no tenía tiempo. Estoy muy cerca de su casa, me dije, tal vez puedo pasar unos minutos. Seguí hasta los andenes mientras pensaba que hacía mucho que no visitaba a papá. La última vez había sido en su cumpleaños, hacía más de seis meses. Aquel día había cocinado carne seca a la olla. Qué negro que es, ¿no? fue todo lo que dijo papá de la comida que me había tomado dos horas preparar.
A medida que avanzaba por las calles de Temperley, el olor a tilo me ahogaba de recuerdos que había guardado en mi estómago. Al poco tiempo de la muerte de mamá, comencé con un juego que duraría años. Cuando papá no podía verme, cubría su comida de todo tipo de condimentos, a veces incluso dejaba caer basura en sus platos. La última vez que le hice una broma así ya iba a la secundaria. Por un amigo conseguí el ají más picante que haya probado. Esa misma noche, papá y yo discutimos, tal vez provoqué aquella pelea a propósito. Cuando terminamos de comer, vi cómo se le hinchaba la cara, se laceraban los labios y salía un sarpullido alrededor de su boca. La lengua palpitante también sangraba, con lo que apenas podía hablar. Llamé al médico después de recibir un golpe pesado en la mejilla, el único que me dio papá en toda la vida.
Con una sensación parecida a la acidez, consideré llamarlo para decirle que no podía ir; inventar cualquier excusa y después ver a Nati; cocinar para alguien con quien compartir la comida. En la semana, arreglo para el sábado que viene en algún café de Adrogué, me decía. Busqué el celular en la mochila pero al final saqué uno de los frascos de plástico, el que contenía hojas de menta. Quité la tapa, respiré profundo varias veces y entré al supermercado para hacer las compras del almuerzo.
Al fin llegué a la pequeña pared de piedra cubierta por la Enamorada del muro, la planta de mamá. Toqué timbre; el jardín parecía más seco, aunque con la misma rueda colgada del árbol. Papá abrió la puerta. El único pelo que conservaba era blanco, tenía la espalda encorvada y sus pasos parecían dolorosos. Hola, hijo. Hola, pa. Abrió la reja. Pasá, pasá, que este sol me está matando. Avancé por el jardín hasta la casa y tuve que esperar que papá llegara a la puerta. Cuando subió el escalón, pensé que se iba a caer para atrás. Estiré mi brazo pero en un instante recuperó el equilibrio. Miró mi mano extendida, estuvo a punto de decir algo pero, sin siquiera rozarme, pasó a mi lado.
Lo seguí por la oscuridad de la casa, entre cajas, papeles, lámparas rotas y esqueletos de cosas imposibles de identificar. Por la puerta del comedor brillaba el televisor encendido. ¿Cómo salió Temperley?, pregunté. Perdimos, dos a cero, dijo, vamos a tener que esperar el próximo campeonato. Durante años, habíamos visto en aquel televisor todos los partidos que se transmitían de Temperley. Podía recordar goles, pases, jugadas pero todas esas imágenes se me mezclaban como si hubiesen pasado en una sola tarde. A poco de terminar la secundaria, con papá nos sentamos para ver un partido que podía significar el ascenso. ¿Qué vas a hacer el año que viene?, dijo mientras cobraban una falta en contra. Era la primera vez que me preguntaba algo así. Nuestras conversaciones que no trataban de fútbol se limitaban a monosílabos. Todavía no sé, dije sin dejar de mirar el televisor. Hacé lo que quieras, dijo, pero en lo que hagas tenés que ser el mejor. Cambié el partido por un canal de música. Él se puso de pie y se fue a su cuarto sin decirme nada. ¿Y vos en qué sos el mejor, viejo?, dije en voz baja.
La cocina estaba impecable. Recién ahora me daba cuenta de que era el lugar más luminoso de la casa y tal vez el más grande. Dejé las bolsas y la mochila sobre la mesa. ¿Mirta todavía viene a limpiar?, pregunté. La mesada brillaba y no había ni un vaso sucio en la pileta. No, ¿para qué?, si a mí me sobra el tiempo, dijo papá. ¿Y vos cómo te arreglás?, preguntó, ¿o limpia esa chica? ¿Cómo se llamaba? No, ella no limpia, me apuré a contestar. Una mujer viene una vez por semana. Claro, dijo. Saqué los ingredientes de la bolsa, los cuchillos, la chaira, el delantal, la gorra y algunas especias de la mochila.
Papá salió de la cocina, esquivaba bultos como si fuesen los muebles que siempre estuvieron en la casa. Busqué el celular para mandar un mensaje a Nati: Hola. ¿Qué hacés hoy a la tarde? Con algo de suerte, para las cuatro ya estaría libre. Me lavé las manos, busqué la tabla, algunos recipientes y tres ollas: una chica, una mediana y una grande. Papá volvió con una botella en la mano. El otro día pasé por un almacén y compré este vino, dijo. Aquel vino, tal vez el primero que compraba en su vida, era el mismo que yo había traído para su cumpleaños.
Afilé mi cuchillo con la chaira y corté el queso en cubos, serví aceitunas negras en un plato, junto a tomates cherry con sal, pimienta, un poco de orégano y otro poco de aceite de oliva. Abrí la botella y busqué dos copas. Mientras hacía todo esto, papá buscó sus anteojos y el diario. ¿Esto es todo lo que vamos a comer?, dijo mientras se acomodaba frente a la mesa, mejor pidamos pizza. En silencio, serví las dos copas de vino, comí queso, una aceituna y dos tomates. Lo miré hasta que volvió su vista al diario. Esperá unos minutos antes de probar el vino, dije. Me puse el delantal y la gorra, saqué la harina de la bolsa y volqué tres cuartos del paquete sobre la mesada. ¿Todavía usás esa gorra?, dijo papá. Hay una historia famosa del gorro de cocinero, dije. Sabía que le gustaban esos relatos. Él bajó el diario y me miró por encima de los anteojos. Había un cocinero francés, un tal Carême, que en una época trabajaba en la corte. Un día se paseaba por el palacio, cuando el rey se cruzó con él. Carême no se detuvo ni se quitó el gorro. Enseguida, el rey preguntó a su guardia quién era aquel insolente. El cocinero, mi señor, dijo el guardia. Ah, bien, dijo el rey. Papá sonrió. El cocinero no se quita el gorro por nadie, dije. ¿Te acordás cuando te regalé esa gorra?, preguntó papá. Bebí un buen sorbo de vino y empecé a cocinar.
Hice un pequeño hueco en la montaña de harina para dejar caer un poco de agua. Mezclé hasta que ya no sentí humedad y repetí el proceso. ¿Seguís en el mismo boliche?, preguntó papá. Sí, en el mismo restaurante, dije. ¿Y cuándo pensás cambiar?, dijo, ese lugar no te conviene. ¿Y vos cómo sabés?, me dije. Papá hizo ese sonido con la lengua que tanto me molestaba y regresó a su diario. En quince minutos tuve listos los cuatro bollos de masa. Puse agua a calentar en la olla mediana, agregué los tomates para que fuese más fácil pelarlos y busqué el palo de amasar pero no encontré ninguno. ¿Tenés palo de amasar?, pregunté. Papá negó con la cabeza. ¿Una botella de vidrio?, insistí. Se detuvo a pensar unos segundos. Sí, una botella tengo, dijo. Otra vez salió de la cocina, esquivó los bultos y se perdió en la oscuridad de la casa. Me lavé las manos y busqué el celular para mandar un mensaje a Nati: Quiero verte. En dos horas podía estar en Constitución. Tal vez en menos. Papá regresó con el diario en una mano y, en la otra, la botella de vino que habíamos tomado en su cumpleaños. Le di la espalda y lavé la botella sin poder dejar de sonreír.
El olor que surgía cuando cortaba los fideos me hacía recordar a mamá. Tal vez era lo único que recordaba de ella. Su imagen, su rostro siempre era inventado, formado a través de las fotos y de las cosas que papá me contaba. Pero estaba seguro que aquel olor era algo mío, algo que habíamos compartido. ¿Mamá amasó pasta alguna vez?, pregunté sin dejar de mirar el cuchillo y la tabla. El sonido de las hojas de diario sobre la mesa y las patas de los anteojos que se cerraban contra los cristales. Sí, dijo papá, todos los domingos. Eras muy chico, dijo, no pensé que te acordaras.
En la olla más grande, puse a calentar agua con unos granos de sal. Terminé de cortar los fideos, lavé el cuchillo con agua fría, y saqué del fuego la olla con los tomates. Piqué media cabeza de ajo, de vez en cuando el filo rozaba mis uñas, agregué tres peperoncinos y sal. Puse toda la mezcla en la olla chica con aceite de oliva y encendí el fuego de otra hornalla. ¿Por qué te gusta cocinar?, preguntó papá y estuve a punto de cortarme pelando un tomate. Antes de responder, terminé de pelar el resto; el jugo se escurría entre mis manos; otra piel, más blanda, se descubría con cada uno de mis movimientos. Cuando giraba para mirarlo comprendí que hacía mucho que quería hacerme esa pregunta. Cocinar es lo único en lo que logro ser sincero, dije y era la primera vez que lo decía en voz alta. Me volví para picar tomates; mi estómago se vació de todo. Pensé que era por otra cosa, dijo papá para sí. Mientras la salsa se cocinaba junto con los ajos y el peperoncino, lavé la tabla y el cuchillo, limpié la mesada y me senté a la mesa.
Tomé lo que quedaba de vino y me serví otra copa. Papá también bebió un sorbo mientras miraba los frascos de plástico. ¿Sentís la diferencia entre el vino y el agua?, dije cuando ya me arrepentía de haber preguntado. Claro que sí, dijo. Entonces algo sentís. Nos miramos pero ninguno encontró la forma de escapar. Sí, algo siento, dijo. Saqué todos los frascos de especias de la mochila, los ordené por intensidad y sabor y serví un vaso de agua mientras papá no dejaba de observar cada uno de mis movimientos. Cuando vio todo dispuesto frente a él, agarró el diario y sus anteojos para ponerse de pie. El sonido de la silla contra el piso golpeó junto con la voz de papá. No me vengas con boludeces, dijo y salió de la cocina.
Respiré profundo pero sin sentir ningún olor. Miré la Enamorada del muro que, tal vez por la brisa que corría en ese momento, se aferraba a la pared del jardín con una obstinación violenta. Terminé la copa de vino y lavé algunas hojas de albahaca que agregué a la salsa. Me voy, pensé. Guardé el cuchillo y la chaira en la mochila. Miré por la puerta pero sólo veía la sombra de aquellos bultos inmóviles. Me lavé las manos, me quité el delantal y la gorra. Miré otra vez hacia el pasillo: papá se acercaba despacio. El celular sonó con un mensaje. Que coma solo, yo ya cociné, me decía mientras agarraba la mochila para buscar el celular. Papá entró en la cocina. ¿Cómo se llama esto que le pusiste a la salsa?, preguntó mientras señalaba el primer frasco de la fila. Peperoncino, dije, es un ají italiano. Solté la mochila; me miró un segundo y se sentó a la mesa. Me senté frente a él y corté un peperoncino en mitades. Papá miró su mitad, la tomó y la hizo girar entre sus dedos para sentir la textura. Al fin se la llevó a la boca. Es picante, ¿no?, dijo después de masticarlo por unos segundos con los ojos cerrados. Sí, muy picante, dije. Tomé un sorbo de vino. Sonó tu celular, dijo al tiempo que señalaba la mochila con la cabeza y sostenía el frasco de peperoncino frente a sus ojos. Nada importante, dije, puse el paquete de Hércules en el medio de la fila de especias y abrí el siguiente frasco.
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