Friday, August 18, 2006


Acabo de encontrar un cuento que escribí a los 21 años. Leerlo fue un pequeño viaje hacia una vida que parece otra. Espero lo disfruten.

Manuel atajó un tiro al ángulo y, sin mirar, le pasó la pelota a Lucas, que gambeteó a los dos defensores y la puso contra el palo. Así habíamos ganado la semifinal y casi todos los partidos que alguna vez ganamos: Manuel ataja todo y Lucas mete goles. Festejamos con una gaseosa en el almacén de la esquina, era la primera vez que llegábamos a la final. Sentados en el blanco escalón, hundido en su centro por toda la gente que entró al lugar, comentábamos las jugadas del partido: estuvimos de acuerdo en que Manuel, a quien habíamos destinado a ese puesto por parecer el más torpe, era un arquero nato; de Lucas no dijimos nada porque desde la primaria jugaba así. Alguien propuso comprar una cerveza que, como siempre, pagó el Tano que dijo esta noche, fiesta en casa. Manuel sonreía: una nueva oportunidad para hablar con Julia.

De regreso a nuestras casas, Lucas pasaba la pelota de un pie a otro. El cigarrillo apretado entre sus labios hacía de su sonrisa una línea recta. ¿De qué te reís?, pregunté. Me miró como si ahora se diera cuenta de que caminábamos juntos. Nada, dijo. Seguro pensaba en alguna minita. Lucas era de esos que se ganan a todas; no era rubio ni de ojos celestes, más bien petiso y con una cara que no te decía nada, tampoco él hablaba mucho. Nosotros decíamos que las hechizaba. A veces lo llamábamos el Brujo, apodo que surgió cuando lo vimos gambetear a cinco tipos para dejar la pelota mansa detrás de la línea del arco pero que ahora usábamos por no entender qué le veían las mujeres.

Lucas se detuvo frente a la puerta de su casa y si yo no lo hubiera saludado, él no habría dicho ni el nos vemos que me dijo. Caminé una cuadra y media, abrí la puerta con las llaves que colgaban de un cordón azul y antes de entrar, mi vieja ya me gritaba. Por suerte, entre todas las palabras apagadas por la puerta y la música a todo volumen, alcancé a escuchar que alguien me había llamado. Levanté el tubo y después de pasar los mensajes que eran para mi hermana y para mi viejo, anoté en una hoja de diario una hora y una dirección en el Centro. Antes de entrar a la ducha miré el reloj de mi cuarto: debía apurarme.

A media noche llegué a casa del Tano y Manuel, que al abrirme la puerta se sostenía del picaporte para no perder el equilibrio que de todas formas perdía, me saludó con palabras que parecían salir de una boca llena de aceite. El olor a alcohol impregnaba toda la casa. Miré a Julia que conversaba con sus amigas en el comedor y me dejé conducir hasta el patio donde me esperaban varias botellas de cerveza cubiertas por esa capa de agua que las cubre cuando están frías. Hablamos del partido del día siguiente: sabíamos que no teníamos oportunidad pero de todas formas comentamos lo que debíamos hacer. Vos tenés que seguir a Giantello por toda la cancha, me decían. Yo aseguraba que a mi no me iba a pasar y que si llegaba a gambetearme, le tiraba una patada que el tipo no iba a poder levantarse en todo el año. Eran mentiras y todos sabíamos que era lo único que se podía decir en estos casos.

Bebimos cervezas heladas, luego menos frías, hasta llegar a las que estaban casi tibias. En la casa, la poca gente que quedaba había abandonado las sillas para ganar el piso del patio. Recostado, miraba las estrellas que, por más que intentara encerrarlas entre mis manos, no dejaban de moverse. Julia se sentó a mi lado y comenzó a bailar junto con las reposeras, las plantas y el cielo. Me incorporé y traté de enfocar su rostro: se mordía el labio inferior mientras miraba hacia la casa. Parecía a punto de decirme algo que no dijo porque escuchamos gritos que venían de adentro. Debí aferrarme a la reposera, que se balanceó por unos segundos pero al fin pude ponerme en pie. El Tano y otro chico a quien yo no conocía sostenían a Manuel que luchaba para que lo soltasen. Frente a ellos, Lucas, los ojos entrecerrados por el humo del cigarrillo, miraba a Julia que lo miraba desde la puerta del patio. Todos comprendimos: el Brujo y Julia.

Ayudé a juntar botellas, vasos y ceniceros, y limpiamos un poco: fui el último en irme de la casa del Tano. El sonido de mis zapatillas al raspar cada baldosa me acompañó hasta casa. Ocho cuadras de una noche que hacía rato había amanecido. Abrí la puerta despacio, con la esperanza de no hacer ruido: no funcionó. Avancé en silencio hasta mi cuarto, cerré la puerta y me acosté. Me desperté con el timbre del teléfono y con el grito de mamá que, desde la cocina, anunciaba que el llamado era para mí. Mientras me vestía, me aseguré de cargar el bolso con la ropa para cambiarme.

Bajé del colectivo y corrí las cinco cuadras hasta la canchita. Los chicos me esperaban y no dejaron de mirarme mientras me quitaba el jean, me ponía los botines y me cambiaba la camisa por una remera roja igual a las otras cuatro remeras rojas que ellos vestían. El equipo contrario jugaba mejor pero por suerte siempre definían mal o ahí estaba Manuel con un pie o una mano salvadora. El único de los nuestros que corría, se esforzaba en cada pelota y parecía querer ganar el partido era Daniel, que además tenía que marcar a Giantello, porque Giantello no se cansaba de dejarme atrás. Cuando nos metieron el primer gol nos despertamos. Minutos más tarde ya íbamos cero a tres pero al menos el juego era más parejo. Me pegué a Giantello y Lucas pudo hacer unas jugadas increíbles, de Brujo, que nos dejaron sólo un gol abajo. A poco del final, otra vez Manuel que se atajaba todo y Lucas imparable armaron una jugada que empató el partido. Vamos a penales, pensé y me distraje: Giantello recibió con el pecho una pelota que quedó en su pie izquierdo. Manuel se paró recto como un poste y no dejó de mirar a Lucas mientras la pelota, después de rozar su pierna, entraba al arco.

Dejé a mis amigos que, todavía en la canchita, estaban a punto de agarrarse a trompadas. Corrí hasta casa, abrí la puerta y esperé los gritos de mamá que no gritó. Tenés un mensaje, dijo con una sonrisa. Levanté el tubo y lo escuché. Miré las agujas del reloj: todavía estaba a tiempo. Fui a mi cuarto, busqué ropa y entré en la ducha. Con las gotas que se estrellaban en mi espalda, pensé en la noche que pasaría con Julia, quien me repetía que no sabía qué había pasado, pero que lo de Lucas era mentira, que nos viéramos a las siete en el café de siempre.


Dejo toco y me voy de la Bersuit.

No comments: