Monday, August 21, 2006

Todo Adrogué conoce la historia de Sandra, Jorge y Cruz, el jardinero (jiji). El jardín de Sandra ya era hermoso antes de que a Jorge se le ocurriera contratar a Cruz. Ella va a estar más feliz si cada mañana se levanta entre flores, comentó a los muchachos una tarde de viernes. Cada mañana, Sandra se levantaba quince minutos antes que Jorge, cruzaba el jardín, después la calle de adoquines, caminaba veinte metros hasta la esquina y compraba un cuarto de caseritos en la panadería de Mirta, donde todavía hoy se cuenta en voz baja esta misma historia. La mañana que ella conoció al jardinero, caían gotas finísimas como hilos, "como los hilos con los que se tejen sueños", decía Mirta, que también se la conocía poeta. Con la remera y el pelo largo pegados al cuerpo, Cruz se presentó: Soy Cruz. A pesar de que Sandra le decía que se iba a resfriar, que mejor empezara el día siguiente, el jardinero comenzó a trabajar aquella misma mañana. Si el agua es buena para las plantas, se dice que decía, es buena para mí. Ella preparó mate y mientras ordenaba la casa no dejó de mirar por la ventana. De vez en cuando, salía con paraguas en mano para alcanzarle a Cruz un mate. Cuando Jorge llegó al bar, pudo escuchar cómo los muchachos decían en voz baja ahí viene. Pidió ginebra, se sentó en el lugar que le hicieron, encendió un cigarrillo, el único que fumaba en todo el día, y no preguntó por qué estaban tan callados. Hace frío, ¿no?, dijo y bebió un sorbo de su trago. En menos de una semana, el jardín de Sandra se llenó de flores y se convirtió, según una encuesta realizada en la panadería, en el jardín más lindo de todo Adrogué. Un viernes, como todos los viernes, Jorge salió una hora antes del trabajo pero, en lugar de ir al bar, fue directo a su casa. Ya desde la esquina vio a Cruz, en realidad lo que más vio fue el torso desnudo y ese pelo negro que brillaba con la luz de la tarde y que era lo más comentado en la peluquería de Alicia. Jorge estrechó una mano fuerte y rugosa. Entró a la casa y se sentó junto a su mujer. Durante una hora sólo miraron por la ventana mientras el mate pasaba de mano en mano. Ya deje de trabajar, hombre, dijo Jorge a la luz del atardecer, le invito una ginebra. Cuando entraron al bar, el silencio escuchó cada uno de los pasos, las sillas que se arrastraron sobre el piso de madera y la chispa del encendedor antes de hacer fuego. Jorge comenzó a salir todos los días una hora antes del trabajo. Sandra, además del cuarto de caseritos, ahora pedía tres facturas. Al principio podían ser medialunas, de grasa o de manteca, de hojaldre con dulce de leche o churros pero pronto comenzó a llevar sólo vigilantes con crema pastelera. No pasó mucho tiempo hasta que todos en el barrio comentaban que el jardín ya estaba perfecto así, que si se lo seguía manoseando, se arruinaría, que Jorge y Sandra estaban cada día más callados. Llegó la tarde en que Cruz, el jardinero, dijo que ya había terminado el trabajo. Aquella misma noche se quedó a cenar con Jorge y Sandra pero nunca nadie lo vio salir de la casa. A la mañana siguiente, todo Adrogué miraba a Jorge y a Sandra que, sentados en el pasto verde, comían una a una las flores de su jardín.

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