Sunday, August 27, 2006


Allá, la puerta azul, dijo y toda su atención volvió al diario abierto en la sección de deportes que aguardaba entre pilas de diarios. Las revistas con mujeres desnudas retuvieron mi mirada por un segundo antes de comenzar a caminar los veinte metros que me faltaban para llegar a la casa del Escribano. Una puerta azul enmarcada por una pared azul, sin número y sin timbre. Llamé a la puerta y esperé. El sol hacía brillar un picaporte dorado. Volví a llamar. Contraje los músculos de la espalda y moví el cuello para hacer de sonar las articulaciones. Golpeé la puerta hasta que me dolieron los nudillos. Miré a los lados, hacia atrás, conté hasta diez y giré el picaporte. La puerta se abrió a un pasillo larguísimo. A lo lejos, un rectángulo de luz. Entré y cerré la puerta. Pensé que mis ojos se acostumbrarían a la oscuridad pero mientras avanzaba lo único que podía ver era la luz a lo lejos. De pronto, mi cabeza rozó el techo y con sólo estirar los brazos lograba tocar las dos paredes. El piso también parecía subir. Unos pasos más y tuve que andar encorvado hasta que sólo pude avanzar de rodillas. Cuando llegué al final del pasillo, mucho más corto de lo que suponía, me encontré en el interior de una caja blanca: al frente, lo que parecía una puerta. Comenzó a dolerme la espalda y supe que aquella noche me costaría dormir. Empujé con los dos brazos en espera de algún tipo de resistencia pero la puerta se abrió al tiempo que la luz blanca se apagaba. Gateé fuera de la caja, me puse de pie y miré aquel lugar: detrás de un mostrador pequeño, cientos de estantes de varios metros de altura repletos de libros de todos los tamaños. Ya lo atienden, dijo un hombre sentado a mi derecha. Los hombros contraídos y el cuerpo pequeño lo hacían parecer un niño. Otros tres asientos vacíos, una planta y la caja de donde había salido, que en realidad era una heladera pequeña, ocupaban la pared a mi espalda. Un tubo fluorescente se encendía y apagaba mientras el sonido a mosquitos en pleno vuelo invadía el lugar. Me senté lejos de aquel hombre, cerca de la planta que parecía un cactus. La tierra de la maceta estaba cuarteada y, de tan seca, dura como un puño apretado. ¿Cuándo le avisaron?, preguntó el hombrecito, las manos aprisionadas entre sus rodillas. Hace un par de meses, dije en un tono que esperaba sonara cortante. A mí, ayer mismo, pero no pude venir, dijo. Por mi madre, aclaró. Otro hombre surgió detrás del mostrador. Dejó caer tres libros enormes, como enciclopedias, que hicieron resonar durante varios segundos el mostrador. Acá tiene, firme estos papeles y listo, dijo mientras miraba a través de sus anteojos otro papel que parecía una factura. El hombrecito se puso de pie, firmó y se llevó a cuestas esos libros pesados. Señor, lo esperábamos, dijo el de anteojos, y no se preocupe, ya se le pasa el dolor de espaldas. Ya le explicaron, una vez entregado el paquete, no hay devoluciones, mientras decía esto ni siquiera me miraba sino que revisaba una lista y anotaba números en un cuaderno. Sí, me explicaron, dije. Bien, mientras busco lo suyo, lea el contrato. Miró una vez más la lista, el número anotado y los estantes que se repetían como espejos de peluquería. Sostuve el contrato sin leerlo. Cuando el hombre regresó con un libro pequeño y delgado, lo miré y quise hacerle una pregunta. Sí, es todo, algunos son más grandes que otros, fue todo lo que dijo. Ahora firme acá, su dedo señalaba la línea de puntos. Tomé la birome atada a un hilo y firmé. Abrí el libro y busqué entre sus páginas hasta encontrar abrís el libro y buscás entre las páginas hasta encontrar esta frase.

4 comments:

Anonymous said...

Final flojo y tendencioso. Lugares comunes. Prosa fluida.

Anonymous said...

una mezcla nada inusual de borges y cortázar.

Mata said...

Todo cierto. Es lo que se puede hacer un domingo por la mañana.

Mata said...

No entendí lo de tendencioso.