Monday, August 14, 2006

(todavía sin título)

Pedro apagó el segundo cigarrillo en el cenicero. A través de la ventana del bar, bajo una luz gastada por todas aquellas nubes negras, las personas avanzaban perseguidas por una tormenta que iba a caer pronto. Pedí otro café y miré el reloj que colgaba detrás de la barra: Luciana tendría que haber llegado hacía quince minutos. Saqué la bolsa de plástico transparente de la mochila y la hice girar. Adentro, una esfera de varios colores, todos oscuros, también giraba para desplegar sus seis centímetros de diámetro. Me había tomado tres meses de decir amor, vamos a darle otra oportunidad a nuestra relación; amor, creo que podemos lograrlo; sí, amor, tenés razón. Pero ahora, después de varios resfríos premeditados había construido mi venganza: una bola de mocos. Incluso, si uno se fijaba con atención, había algunos pelos diminutos que sobresalían de la esfera. Detalle que no había sido planeado pero que por alguna razón le daba más vida y de seguro me daría una satisfacción mayor. Sabía que Luciana me haría esperar unos minutos más. No voy a ir, me había dicho. Yo voy a estar ahí, fue lo último que le dije. Hurgué en mis orificios nasales hasta que el dolor se hizo insoportable. Muchos, la mayoría mujeres, tal vez debido a los pequeños gritos, comenzaron a mirarme. Terminé con el primer orificio y respiré con fuerza. A lo largo de aquellos tres meses había aprendido a diferenciar los sonidos de unas vías respiratorias limpias y las que aún tenían algo para dar. Cuando empezaba a trabajar en la segunda etapa, el sonido de una piedra que chocó contra el vidrio me hizo mirar hacia la calle: granizaba. Continué con mi tarea mientras pensaba que el pelo era el mejor objetivo. Ella le dedicaba una hora diaria a su cuidado. Pero tal vez no se sentía tanto como se sentiría en la piel, en pleno rostro. Respiré y escuché con atención las señales de un trabajo bien hecho. Con cuidado, agregué las nuevas adquisiciones a la esfera de la bolsa. Miré la hora: Luciana estaba media hora tarde. El granizo que se había detenido por unos minutos ahora caía con fuerza. Muchas personas entraron al bar en busca de refugio. Todos se reían y comentaban que esas semanas de calor no iban a durar mucho. Ya pocas personas circulaban por la calle, sólo se veían taxis y colectivos. Espero que Luciana se tome un taxi, pensé. Ahora los golpes del granizo sonaban como deben sonar los disparos de bala. Las esferas de hielo eran del tamaño de mi esfera de mocos y cubrían de blanco la calle asfaltada. Los taxis subían a la vereda en busca de algún balcón que los salvara de vidrios rotos y abolladuras. Qué hija de puta, me va a hacer esperar. El ruido llegó a cubrir cualquier conversación y algunos pensamientos. El hijo de una pareja que se había sentado a comer estaba escondido debajo de la mesa, las manos apretadas contra las orejas y los ojos cerrados. Cuando parecía que todo comenzaba a tranquilizarse, estallaron todos los vidrios de un taxi que se había estacionado. Una piedra blanca, del tamaño de una pelota de fútbol, había hundido el techo amarillo. Dejó de granizar. Salí del bar, agarré la pelota de hielo, la sostuve con todas las fuerzas de mis brazos mientras sentía que mis manos se quemaban con el hielo y volví a sentarme. Miré aquella esfera blanca, perfecta, que descansaba sobre mi plato. La tomaría con las dos manos, la elevaría lo más alto posible y la dejaría caer sobre su cabeza.
Dale, puta, llegá de una vez. Pronto, las gotas que caían del hielo, rebalsaron el plato y comenzaron a dejar una mancha oscura sobre el mantel.

1 comment:

Anonymous said...

metalllll
vieja
metalllll





alskjañdkljadklja!