Ayer vi Visitor Q, de Takeshi Miike. Peliculón. Voy a tener que ver todas las pelis del tipo. Siempre tuve algún prejuicio contra este director: pensé que hacía películas de terror y no me gustan las películas de terror, me dan miedo. Pero ya es la segunda obra maestra que veo de Miike y eso es más que suficiente para ganarse mi confianza. (La otra es Bird people from China)
Alguna vez dije que lo que me gusta de los narradores japoneses, sean directores o escritores, es su capacidad de irse a los extremos con total naturalidad. Uno ve a la sociedad japonesa tan comprimida, tan bonsai, y no se esperaría a estos artistas de lo extremo. O, sí, tal vez se necesita esa compresión para que esto salga expulsado. Pero son muchas y muy populares este tipo de historias que salen de la cultura japonesa y los lectores o espectadores lo toman como propio, incluso celebran estas narraciones. Supongo que nunca vamos (sí, me incluyo) a comprender a los japoneses.
Esta película trata de una familia donde todos los integrantes sufren de algún trastorno. En un momento llega un visitante que, sin razón, sin explicaciones, casi sin hablar, transforma las relaciones que se engranan dentro de la familia. Y Miike no se priva de nada para contarnos lo que vino a contarnos. Eso es. Estos tipos no se privan de nada. Es extraño, parecen no sufrir el peso de (algo tan vacío como) lo políticamente correcto. Desde la primera hasta la última escena lleva un ritmo metalero zarpado. Doble bombo y platillos a pleno, del principio al final.
Además, como hablábamos con mi amigo Pablo, Visitor Q tiene uno de los finales más hermosos de la historia del cine.
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