Cuando salí de su casa no logré reconocer la calle. Caminé hacia la esquina más cercana pero era imposible distinguir las letras de los carteles, alguien los había rayado como si también quisiera olvidar tu nombre. Seguí una cuadra más hasta lo que parecía una avenida. Las casas eran bajas y no había ningún edificio cerca, parecía la calle de una ciudad chica o de un pueblo. Cuando llegué junto al semáforo tampoco pude distinguir aquel lugar. Vuelvo y le toco timbre, me dije mientras buscaba a alguien para preguntarle. Pero a aquella hora, sólo se podía esperar el amanecer. Regresé pero no logré encontrar su puerta. Repasé la cuadra tres veces y busqué en las cuadras adyacentes pero tampoco. Grité su nombre, al principio con algo de vergüenza. La conversación que habíamos tenido y la hora apagaban mi voz. Volví a gritar con algo más de fuerza. Me senté en el escalón de la que pensaba era la puerta correcta. Entonces reconocí el negocio de enfrente y me di cuenta de que estaba en la casa vecina. Me acerqué a su ventana y esta vez grité con furia. A los pocos segundos, ella salió al balcón. Andate a tu casa, dijo con una voz que sabía suya pero que no reconocía. Dejó caer una bolsa negra. Llevate eso, dijo, no lo quiero. Cuando abrí la bolsa, aquella ciudad, aquel pueblo, me enterró en el más puro de los desiertos.
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