Sunday, April 01, 2007
Ya había decidido matarme. Tirarme del balcón del departamento sería lo más seguro. Lo haría de noche, cuando nadie pudiera verme. Pero faltaba para la noche. Salí de casa, entré a un bar y pedí un café. En el televisor, el partido de tennis que había prometido ver con un amigo. Cuando el mozo trajo el pedido, el tenista argentino perdió el primer set. Daban ganas de cambiar de canal. Miré al mozo y a los otros clientes que ya le prestaban más atención a las gotas que golpeaban los vidrios. Sacudí un sobre de azúcar, lo abrí en la punta pero no volqué su conteido. Lo dejé apoyado contra el servilletero y bebí un sorbo de mi café. Tuve la sensación de que nunca lo había tomado amargo y que me gustaba así. A pesar de la llovizna, abrí un poco la ventana. El aire fresco entró con tanto apuro que la cortina se sacudió hasta caer en mi café. Recordé la ropa que había dejado en el lavadero, tenía que pasar a buscarla a las ocho. Me quedé en el bar hasta que terminó el partido, tres sets corridos del croata, derrota del argentino. Pagué los dos cafés y la medialuna y salí a la calle. Había parado de lloviznar y se hacía más fácil ver lo feo que era el día. Pasé por el lavadero, pero mi ropa todavía no estaba. Sí, ya sé, para las ocho. Subí a casa. Todavía sonaba la música que había dejado en la computadora. Puse la pava al fuego y mientras preparaba mate miré la por la ventana de la cocina. Desde la ventana del piso de arriba, una mujer me miraba:
-(Qué día feo.)
-(Sí, está feo.)
-(¿Estás triste?)
-(Sí, un poco)
-(No te preocupes, es el día)
-(Sí, puede ser)
-(Bueno, chau)
-(Chau)
Ella me sonrió y por un segundo vivió dentro de un cuadro perfecto. Terminé de preparar el mate, me llevé la pava a la mesa y miré mi reloj: faltaba una hora para ir a buscar la ropa.
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